Nunca he sido muy carnavalera (o lo he sido por rachas), así que, cuando mi mejor amiga fundó Las Nenukas, allá por aquellos años en los que no había niños de por medio ni ná de ná, me lo tomé con estupefacción. Es la única persona que me ha sacado a la calle vestida de señor estrafalario (me paraba todo el mundo: llevaba calentadores, unas mallas, un jersey de rayas, una boina y una mochila: «¡Qué guay! ¿De qué vas?», preguntaban; de león, de payaso y de perrito. Los viajes en coche los pasábamos escuchando a todas las chirigotas del carnaval gaditano. Y aquel «Si este pueblo se disparata / con la boda de un matavacas / y la niña de una duquesa, / si este pueblo se le arrodilla / a una espada y a una mantilla / este pueblo me da vergüenza» que cantaron sus chirigotas cuando Juan Carlos Aragón -profesor de la pública, añadimos- murió, con 51 años, me sigue poniendo los pelos de punta. Esos tiarrones enormes como estatuas, sorbiéndose las lágrimas, sacando la voz de donde no la había porque se la había tragado el llanto, homenajeando a su capitán. Pedro M. Espinosa comenzaba su artículo diciendo: «Si Cádiz por fin fuera cantón independiente el de Juan Carlos Aragón habría sido un funeral de Estado». El carnaval resucitó tras la dictadura, en Cádiz, en Las Palmas, en Badajoz y en todas partes. 

Decimos Carnaval y pensamos en estas ciudades, en Nueva Orleans, en Venecia, todas unidas por una tradición.

La perla

Paco Ibáñez celebrará esta noche, a las nueve, los cincuenta años de su concierto en el Olympia de París, uno de los escenarios más míticos del mundo. Lo hace en el Gran Teatro de Cáceres y es la única fecha en Extremadura del mítico cantautor. Tiene 87 años. Ha cantado temas míticos, ha puesto música a infinitos poemas y parece que estoy escuchando ahora aquello de «Nosotros somos quien somos / ¡Basta de historia y de cuentos! / ¡Allá los muertos! Que entierren como Dios manda a sus muertos. / Ni vivimos del pasado, / ni damos cuerda al recuerdo. / Somos, turbia y fresca, un agua que atropella sus comienzos». La resistencia ante la injusticia, la libertad y todos los himnos de Goytisolo, Alberti y Brassens en su voz. Un concierto al que hay que asistir.

Lo contaba Rosana Cruz así: «Quiso el azar que el Carnaval de Badajoz naciera en marzo, y no en febrero, por el golpe de Estado de 1981. Un puñado de amigos salieron disfrazados entre San Juan y San Francisco para recuperar la fiesta que les robó la dictadura y que llevaba celebrándose en la ciudad desde el siglo XVIII». Cuando estudié en Sevilla, me extrañaba que no hubiera Carnavales, acostumbrada como estaba al centro pacense en el que no se cabía, a la plaza de España de Montijo (en la que vi el mejor disfraz del mundo: una comparsa de tíos vestidos de compresas Evax). He ido a ensayos de los Marwan y Al-Maridi (qué coño: he celebrado el año nuevo con ellos); llevo a los Ad Libitum metidos en las venas por una cuestión familiar; y asistí al debut de Los Chungos en el López porque estaba en el centro un amigo y en Puxa a la Fulanesca estaba mi primo Josete dándolo todo. Sigo a Las iguales en Mérida porque amistad obliga también y este año he decidido salir todos los días. Sin disfraz, que no tengo. No tengo disfraces, ni pelucas. 

Pero tengo un pijama. Y vienen tres chavales que no han vivido Carnavales en la vida. 

Ya les he avisado de que un Carnaval, cualquier Carnaval, aunque lo pueda parecer, no es un botellón, pero que el hígado ha de venir preparado para ciertos excesos (espero que sus madres no lean esto) y que, cuando aparezca una chirigota, un cuarteto o una comparsa y cante, hay que estar callado. Que traigan zapato cómodo, que vamos a estar todo el día en la calle. Nada de tacones. Que no lleven disfraces que sean un mono. Que las pelucas luego pican. Y que esto es cultura, como el Lorca de su ciudad, como Martín Gaite, como Toni Morrison. Lo mismo que el cascamorras, las guerras cántabras, la representacion del motín de Aranjuez, los moros y cristianos de Alcoy, como el Cante de las Minas de La Unión el Festival del Mundo Celta de Ortigueira. Y al final ocurre lo mismo siempre. Me lo contaban en comarca de La Vera: a los 20 años, se emborrachan. A los 25 ya comienzan a entender que esto es cultura, que esto es suyo, que hay fiestas populares que no se pueden perder, y se interesan por sus orígenes y sus ritos. 

Somos seres sociales y nunca somos más sociales que en Carnaval. Nunca volvemos tan real lo de que los desconocidos son amigos a los que nunca nos han presentado.

Y la calle se vuelve lo que nunca debió dejar de ser: espacio público, espacio de todos. Más público que nunca. Permítannos que en este espacio también reivindiquemos el Carnaval. El moralo, el romano, el pacense, el jurdano, el montanchego con sus jurramachos, que además, junto a los de Cádiz, es uno de los más antiguos del país y se celebraba a escondidas cuando Franco los prohibió. Qué poco le gusta la fiesta a una dictadura, oigan. Este fin de semana hay también cultura, pero de otro modo: la cultura que se maquilla, que cose durante todo el año, que diseña aparatos sobre ruedas, que usa lentejuelas, tules, sombreros imposibles, gomaespuma y pan de oro para que todo brille. Para que no tengamos frío. Para que escuchemos las letras (esos Water que cada año cantan mejor explicándoles a su hija los colores de la bandera arcoíris para que su niña cuando crezca pueda amar a su manera; esos audios de WhatsApp de Los Chungos; esas voces de Las Chimixurris canten lo que canten), nos asombremos con los disfraces (esos demonios con tatuaje precioso incluido de Al Maridi), para llevar en el móvil el calendario de dónde actúan en la calle las murgas y el recorrido del desfile de comparsas, a qué hora se concentran las peñas en Navalmoral o coger sitio para ver las carrozas. 

Ya ven, hoy no hablo de cultura. No ni ná.