El Periódico Extremadura

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La cultura que nos viene

Un río, una ciudad, unos amigos, unos libros

Portadas de libros ilustrados por Antonio Lorente. Facebook de Antonio Lorente

Mi último gato se llama Huck, por ‘Las aventuras de Huckleberry Finn’. Desde que comencé a ver la serie de dibujos animados de Tom Sawyer (»tú descalzo siempre vas, Tom Sawyer, junto al río a caminar») me enamoré del Mississippi y de esos dos criajos. Luego leí a Twain y, desde entonces, tiene un lugar en el exiguo podio de escritores que conformaron mi personalidad cuando no levantaba siete palmos del suelo. Tom, la tía Polly, Huck, Joe Harper: esos cantos al antirracismo en la sociedad sureña del XIX que yo entendí más tarde.

Nunca había leído ‘Ana, la de Tejas Verdes’. Lo he hecho ahora mismo y me he emocionado con esa niña vivaracha, que deja todo el campo posible a la imaginación, que habla con palabras rimbombantes y que nos enseña cómo su alegría (y el hecho de tener que convivir con ella y cuidarla y educarla y proveerla) cambia a Marilla, a su vejez: una mujer que no vivía: estaba. Con días iguales unos a otros y con su hermano Matthew, tan tierno, pero tan tímido, que va a comprar un vestido y vuelve con un rastrillo y veinte libras de azúcar moreno inservible.

Traigo estos dos libros a colación porque los ha ilustrado Antonio Lorente, con colores brillantes, ojos brillantes, pieles lustrosas, mucho movimiento y paisajes que son personajes también, en las dos novelas, y porque no son solo libros para niños, lo mismo que ‘La isla del tesoro’ o ‘Ivanhoe’ o ‘La historia interminable’ o ‘El libro de la selva’ o ‘Capitanes intrépidos’ o ‘Camelot 3000’ cualquier otro que se lea cuando tienes de siete a diez o doce años. Ya lo dice el propio Twain: «La mayor parte de las aventuras relatadas en este libro son cosas que han sucedido: una o dos me ocurrieron a mí; el resto, a muchachos que fueron mis compañeros de escuela. Huck Finn está tomado del natural; Tom Sawyer también, pero no los de una sola persona: es una combinación de los rasgos característicos de tres mozalbetes conocidos míos, y pertenece, por tanto, arquitectónicamente, al orden compuesto. (...) Aunque este libro esté compuesto principalmente para solaz de muchachos y muchachas, espero que no por eso haya de ser desdeñado por la gente talluda, pues entró también en mi propósito el intento de hacer que los mayores recordasen con agrado cómo fueron en otro tiempo y cómo sentían y pensaban y hablaban, y en qué curiosos trances se vieron a veces enredados».

Los libros, de distintos géneros, sirven para construirnos, para cohesionarnos socialmente, para edificar una cultura personal y colectiva que trascienda los siglos y, también, para conocernos mejor. Socialmente también: esto es lo que han pretendido Jorge Armestar e Israel J. Espino con ‘Alma y memoria’, que recoge fiestas populares cacereñas, algunas en riesgo de exclusión y que se presenta esta misma tarde a las seis y media en el templo de Diana de Mérida.

Hablo mucho de Israel porque, además de ser una de las personas más brillantes que conozco, es uno de los pilares de mi vida. Un sostén, así, en general. Ocurran o no descalabros.

Hace casi treinta años, uno de esos sostenes era David Eloy Rodríguez, de tal manera que, durante mucho tiempo, me resultaba rarísimo ir a un recital de poesía y que él no estuviera allí. Esto que sigue lo escribí hace doce años: «David fue una elección. Yo lo supe un día, me rogó que me quedara para tomar un café. Estaba Alejandra y estaba, por supuesto, Josemari. Le habían ofrecido una beca de dos millones de pesetas, pero quería escribir y enseñar a escribir y publicar (sólo había publicado un libro: ‘Chrauf’. Puedo recitarlo de memoria). No aceptó: esa parte de la historia la conocemos todos y quizá el mundo se haya perdido a un antropólogo magnífico. Un tiempo después, mucho tiempo después, a mí me entró un ataque de vértigo insuperable y sólo pude contárselo a él, por escrito primero, hasta que me arrastró de los pelos a la alegría y al desahogo. Había otra gente más, por supuesto, siempre he tenido buenos compañeros de viaje, pero del vértigo y del abismo David sabía más que cualquier otro en ese momento y fue un faro.

La perla

Tenemos dos citas importantes: el Womad, del que hemos hablado mucho en prensa, con los conciertos de Rui Díaz y La Banda Imposible, que inauguran la jornada de hoy, y de muchos otros: Ana Tijoux, Los Niños de los Ojos Rojos, Taxi Kebab… toda la música del mundo, a veces desconocida para nosotros, pero que supone, también, un descubrimiento. Y el Plasencia en Corto, que mañana sábado celebra su gala, con premios para el Festival de Cine Inédito de Mérida y Luisa Gavasa, entre otros. He dicho dos, pero son tres, porque Luis Pastor presenta mañana sábado, a las diez de la noche, su disco ‘Extremadura fado’, que es, dice, cerrar un círculo que le ha llevado de Berzocana a Madrid, a Portugal, a las músicas de África y de vuelta a Las Villuercas. Una historia de amor.

David es también Josemari recitándome ‘Adictos’, que no es de Josemari, sino de David, durante un cumpleaños, de madrugada. Y alguna revista canalla. Y muchos momentos compartiendo la palabra encima de un escenario. Tantos que, cuando voy a un recital de poesía, siempre me sorprendo de que no esté él. Pero es mucho más, aún, porque algunas palabras significan otra cosa desde que David, y Josemari, le dieron otro sentido, mucho más tierno, más verdadero, más íntimo: lluvia, gato, bar, bruja. También es el camino que alguno debió andar si se hubiera convencido, como él, de que lo que escribía valía para alguien.

Él habla y yo me transporto a Sevilla, al Guirigay, a la Pila del Pato, al Lokal, al Lisboa, al Sirena, al Brujas, a la Imperdible, al Salvador, a la calle Viriato. A la Alameda. Le debo a ese tipo mucho de lo que soy, mucha de la parte de mí que me gusta mucho.

Y a las siete, esta tarde, presenta ‘Las posibilidades’ y todo volverá a ser posible casi treinta años después. 

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