La cultura que nos viene

Los piratas del olvido

Una escena de 'Los piratas del olvido', que hoy y mañana se representa en Casar de Cáceres.

Una escena de 'Los piratas del olvido', que hoy y mañana se representa en Casar de Cáceres. / LA NAVE DEL DUENDE

Ya no sabe quién soy. Tu hijo, le digo. Con los ojos vaciados, me mira. Se usan siempre estas expresiones: mirar al infinito, los ojos vacíos, la cara impasible, no sabe quiénes somos ninguno, qué pena acabar así, la frustración, la pena, la rabia, el cansancio de los cuidados. La demencia, el alzhéimer. ¿Cómo podríamos explicarles a los pequeños y no tan pequeños que su abuelito o su abuelita ya no sabe quiénes son? La compañía Ártika viene de Vigo y estará este fin de semana en Extremadura para ayudar a responder esta pregunta. Esta tarde, a las ocho estarán en La Nave del Duende de Casar de Cáceres, donde también repiten mañana sábado a las seis de la tarde. Y luego, en dos sesiones, a las cinco y a las seis y media, visitarán el Espacio Cinétito TaKtá, de Navalmoral de la Mata. La obra se llama ‘Los piratas del olvido’. Y nos preguntan: «¿A dónde van a parar los recuerdos que no están bien sujetos? ¿Quién se encarga de borrar de nuestra mente todas las historias vividas que ya no recordamos?»

Esto debería escribirlo, pensamos. Para registrarlo. Luego no lo hacemos, casi nunca lo hacemos, salvo aquellos que tienen por costumbre llevar un diario, y qué maravillosas obras nos han dado los diarios: piensen en Ana Frank, Katherine Mansfield, Susan Sontag, Franz Kafka, Iñaki Uriarte, Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik. De todos modos, qué más da, si se nos va a olvidar cómo leer. 

Qué fascinantes, los recuerdos. Triunfa la autoficción, triunfan los libros de memorias y los de correspondencia. La memoria juega a su antojo con lo que creímos haber vivido, de tal manera que yo puedo jurar que he imaginado tantas veces que iba a un concierto de Billie Holiday que ahora ni siquiera puedo decir que no estuve allí. Al fin y al cabo, es el placer que nos otorga la literatura: ser otros, ser con otros, comprender a otros y, por ello, conocernos (y perdonarnos, quizá) mejor a nosotros mismos. 

Ahora ando perdida en una historia en la que hay un inquisidor, de nombre Sand dan Glokta. Es una trilogía llamada ‘La primera ley’ de Joe Abercrombie, de la que Ricardo Jonás González (una de esas personas a las que tuve la inmensa suerte de conocer por internet y con las que comparto el respeto eterno que le tenemos al señor Stephen King), me dijo: «Ahora no lo sabes porque calculo que todavía no lo conoces, pero dentro de muchos años, en el otoño de tu vida, recordarás a Escalofríos como uno de los personajes de la literatura a los que más has amado».

Aún no he llegado a Escalofríos. 

Pero Glokta me gusta mucho. Es un inquisidor, un superviviente, le han torturado hasta dejarlo inválido y con dolores, tiene un puñado de dientes en zigzag que no le sirven para nada y se dedica a sacar un maletín con tenazas, cuchillas, hierros para calentar, tijeras y un sinfín de instrumentos medievales más, con precisión quirúrgica, para que la gente confiese que violó a su propia madre o que robaron al rey, porque bajo tortura todo el mundo confiesa cualquier cosa. 

La perla

Hay dos obras de teatro imperdibles y las dos son hoy. En el Teatro Alkázar de Plasencia podrán ver ‘Frankenstein’, de Alberto Conejero, producida por El Desván (esperamos su nueva propuesta) y con Alberto Amarilla, Alfonso Delgado, Noelia Marló, Francisco Blanco, Gonzalo Validiez y Ángela Carrero, con interpretaciones brutales y sobrecogedora como solo Mary Wollstonecraft sabe serlo. Dirige Antonio Castro Guijosa, al que pronto adoptaremos como semiextremeño de pro. Y, a la misma hora, en el Teatro Carolina Coronado de Almendralejo, Carlos Álvarez Ossorio dirige y protagoniza un monólogo espectacular basado en la obra de Primo Levi ‘Si esto es un hombre’, que narra su vivencia en los campos de concentración nazis y que es de esas obras que nunca te cansas de recomendar.

Con Glokta me siento como cuando me enamoré de Athos, la primera vez que leí ‘Los tres mosqueteros’. Ahí estaba yo, babeando ante un borracho misógino y ludópata, por el que sigo babeando treintaypico años después. En la vida real huiría de ellos con desprecio: en los libros son mis personajes favoritos. 

Sí, leo fantasía y novela de aventuras y lo digo porque parece que la literatura de género es literatura menor, salvo cierta novela negra. Pero ahí están ‘La isla del tesoro’ y ‘Miguel Strogoff’ y ‘Veinte mil leguas de viaje submarino’ y ‘Las crónicas de Narnia’ y ‘El señor de los anillos’ y ‘Huckleberry Finn’ y ‘El señor del tiempo’ y ‘Espejismo’ y toda la serie de ‘Índigo’ (una catedral para Louise Cooper) y una asiste a historias de guerras con magos y ladronas y tíos que no quieren matar pero matan mucho y está deseando llegar a casa para que se sigan matando los unos a los otros y agradece a los amigos que leen sin el peso de «esta es la literatura que se debe leer cuando tienes más de 45 y aún no has abierto a Proust (pongan el nombre de ese clásico que nunca leyeron en lugar de Proust)». Es como el «yo de chico leía cómics». 

Al principio da mucha pereza. Luego una ya deja de disculparse por lo que lee, porque sabe que tiene un gusto exquisito, sea en literatura fantástica, en tebeos o en poesía y porque desear llegar a casa para echarse un café y seguir con tu libro es una de las mejores maneras que se me ocurren de pasar la tarde hasta que sea la hora de hacer la cena: libro, café y gatos encima. Ese no poder parar de leer. Ese descubrirte en medio de la jornada laboral pensando en unos personajes y deseando saber qué les pasa a continuación a todos esos tíos llenos de mierda y de sangre hasta las orejas. 

Que dan ganas de escribir a los autores y decirles: ojalá ganen mucho dinero con esto y se puedan dedicar a seguir contándonos historias que me dejen clavada al sillón sin tener más horizonte en las tres horas siguientes que ir pasando páginas y páginas y pensar en que, joder, cuán glorioso es estar viva.  

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