Ha muerto Kodama, María Kodama, segmento mayor de la vida de Jorge Luis Borges, al que cuidó como si tuviera con él todos los parentescos, también aquellos parentescos raros, aun no nombrados, y que quizá él hubiera hallado para definirla. Era como inmortal, blanca, asustada que asustaba, una mujer delicada y sutil, dotada también de un mando interior, capaz de destruir con una mirada una certeza, si era referida a la vida de Borges, o a su vida personal con Borges. Una de las veces en que yo mismo tuve la suerte de encontrarme con ella sin que ya estuviera Borges, atada ella a su memoria y a la realidad que quiso para su biografía, como vigilante de la playa mayor del escritor más importante de la lengua española del siglo XX, yo metí la pata, y fue para siempre. Aunque ella no tenía razón.

Fue que por razones variadas. María Kodama se había hecho muchos amigos en España, en Madrid y también en Córdoba. Aquí se produjo el entuerto que ahora, tantos años después, puedo contar, ay, sin que ella se enfade. Borges estaba en Madrid, convidado por sus editores, entonces Alianza Editorial. Y la editorial, cuyo director era Javier Pradera, se encontró con que el ilustre ciego no tenía compañía para pasear, para cenar, por ejemplo, por la ciudad. Y a Pradera, que era también un alto cargo de El País, se le ocurrió que yo mismo debía cumplir ese papel de cicerone.

¿Y Kodama?, le dije al editor. “Kodama está en Córdoba”. Así que la suplanté, la suplantamos, pues hasta mi hija, que tenía seis años, acompañó a aquel hombre maravilloso a un restaurante en el que, además, daban un plato prohibido para un ciego: vichyssoise. En el coche fue cantando melodías islandesas, preguntando por los apellidos de cada uno (le gustó el de mi madre, Calzadilla, pues en alguna instancia de su propio viaje genealógico había uno igual), y, naturalmente, por todo lo que se le ocurriera. Era tan divertido como indiscreto, así que en algún momento me pidió, incluso, que pusiera a airear su ropa interior y sus camisas para que, al día siguiente, cuando se fuera, estuvieran bien aseadas.

Llegó, en todo caso, el momento de la comida, una cena que tenía que ser frugal porque él no podía conducir los alimentos. Pero lo que pidió fue lo más arriesgado para un ciego: la maldita vichyssoise. Ese alimento afrancesado hecho de hilachas sólo podía ser ingerido si alguien tenía destreza con la cuchara, y él estaba impedido para ello. Así que este cronista le estuvo dando a cucharadas aquel ingenio, mientras él interrumpía lo que fuera con tal de contar sus ocurrencias

Al día siguiente estuve aún con él, y me llevé la mejor impresión de alguien que, por su calidad y su altura, podía haberme mandado a hacer mutis en seguida que lo dejé en el cuarto. No me ocurrió lo que le pasó con Mario Vargas Llosa, al que le había pedido en Lima que lo llevara a mear (“Va a ser usted mi capitán”) para luego decirle que, como le había hablado de asuntos de casas, tendría que haber sido, además del novelista que era, “un agente inmobiliario”.

Hubo muchas anécdotas de aquellas horas con Borges. Y como entrometidos que somos los periodistas se las quise contar a Kodama aquel día en que nos vimos en el Palace de Madrid. Le empecé diciendo:

- Una vez que tú estabas en Córdoba y Borges estaba solo en Madrid…

Me paró en seco (en seco de secura) y me lanzó esta advertencia:

- Jamás he dejado solo a Borges en ningún sitio.

Era verdad. Aquellas palabras eran verdad. Ante ella cualquier cosa que detuviera su relación con Borges tenía que ser parte decidida por ella, e inmediatamente, y para siempre, jamás volví a contarle qué pasó con el encargo, tan grato, tan inolvidable, por otra parte, de Javier Pradera.

Ahora que ha muerto esta mujer difícil y maravillosa, que de tan frágil parecía inmortal, la recuerdo en otras instancias alegres, aunque aquella tampoco dejó de serlo, pues Kodama me llevó luego a gratas horas de confidencia razonable. Una vez que volvió a Madrid, años después de la muerte de Jorge Luis Borges, fue para presentar una edición española de ese libro que parece la obra de arte para un ciego, la crónica gráfica de su viaje en globo por los desiertos de México. Ahí me contó ella que los reyes de España, los anteriores, les había dicho que tuvieran cuidado, porque los bandidos estaban por allí en forma de guerrilla y podía pasar cualquier cosa. 

“¡Es que no quieren que vayamos”, le dijo Borges a Kodama. “¡Vamos igual!, siguió el intrépido poeta.

En esa ocasión me habló mucho de Borges. Algunas cosas subrayo. Era divertidísimo porque no era miedoso. Estaba ansioso por subir al globo. ¡Esa noche no durmió! Me preguntó si creía que la canastilla iba a ser de plástico o de mimbre. Supongamos que de mimbre, le dije. Un auto iba siguiendo el recorrido, y ahí había que llevar una caja de botellas de champán para la gente del terreno donde se bajaba y otra aparte para brindar por haber llegado bien. Había que pisar un estribo, y él se acordó de que, cuando niño, había sido “un excelente jinete”. A quien lo ayudó a subir al estribo le dijo: “Usted es muy grande, puede pisarme si no acierto a pasar”.

Le dije a Kodama que ese viaje representaba a Borges. Ella estaba ya en la etapa en que al periodista le decía lo que fuera, porque ya no era aquel cotilla que le fue diciendo que un día había usurpado la presencia de Kodama. Así que ella me dijo cosas que luego han rondado en mi cabeza como la explicación más sencilla de su amor por Borges, por cuidarlo, por mimarlo, por no dejarlo ni a sol ni a sombra, cuidando sus derechos como si fueran su alma, y su alma como si fueran sus poesías. “Nunca más le interesaron a él otras cosas”, me dijo, “que no fueran descubrimientos o cosas que había leído y que después se hacían una realidad que le fascinaba”.

Ese enamoramiento por Borges se parecía al de Borges por la vida. Durante años sostuve entre los que siguen teniendo la tentación de hacerla de menos, porque era o distante o antipática, que eso era porque ella estaba al cargo de un tesoro. Y aquel hombre era un tesoro que no tuvo mejor guardián que esta mujer que ahora, en las estrellas, seguirá velando por Borges, que también estará despierto a bordo de un globo de papel que sostiene los versos que lo hicieron el hombre más sorprendente, de más bella imaginación, más rotunda y sensible, de las que se hicieron en el siglo que Borges hizo mejor que lo que era. 

Gracias a Kodama, también, en la parte decisiva de las despedidas. Esta vez le toca a ella, y yo la veo mover la cabeza, poseída de Borges, animada por Borges, vestidos sus ojos de Borges, en el sitio en el que quería sentarse porque era el único lugar del mundo donde veía bien los amarillos.