La cultura que nos viene
El día que descubrí a Bad Bunny
Quién me iba a decir a mí, a la vejez, que yo me iba a poner un disco de Bad Bunny de cabo a rabo en bucle e iba a transmitir la buena nueva a todos mis amigos: «Eh, este tío es bueno». Muchas de mis amigas ya lo sabían. Son más sabias que yo. Rodéense de gente más sabia: acaban con los prejuicios.

Bad Bunny. / Efe
El 15 de enero pasará a mi historia personal como el día que descubrí a Bad Bunny. Vaya cosa, dirán: es mundialmente conocido, dirán. Le entrevista hasta Jimmy Fallon, dirán. Pero yo tengo 48 años, he salido a bailar menos de cien días en toda mi vida (lo que no significa que, a veces, no haya acabado bailando: hay matices).
Como -casi- toda la gente de mi edad, cuando surgió el reguetón, hace poco más de dos décadas (llámenlo reguetón, trap latino, lo que sea), pusimos el grito en el cielo. Luego, porque de todo se sale, nos dimos cuenta -también nos hemos dado cuenta a la vez- de que ese grito tenía raíces profundas racistas y clasistas porque cómo le va a gustar el reguetón a alguien que escucha a Tom Waits y a Kraus. Para perrear, vale. Pero no te lo vas a poner en casa.
Ariadna Estévez, investigadora del Centro de Investigaciones sobre América del Norte de la Universidad Nacional Autónoma de México, dice que los prejuicios de clase y raza contra el reguetón «empiezan por la criminalización de la gente que oye, compra y busca bailar el reguetón». En el caso de las mujeres, se las estereotipa, cuando «la realidad es que son mujeres jóvenes como cualquier otra, con una evidente autonomía sexual. Esta es la gran afrenta para la discriminación: una mujer que no tiene miedo a mostrar su sexualidad, hacer uso de ella, y decir ‘yo perreo, me gusta’».
Y también dice: «Hoy cuando se dice que el reguetón es machista y cosifica a las mujeres la voz que se expresa es la moral de la clase dominante: la sensualidad del reguetón y del perreo es una amenaza al statu quo social en el que la manifestación del deseo sexual es atributo exclusivo de los hombres y en el que la autonomía erótica de las mujeres es una afrenta de clase y raza».
Ya saben: «si no puedo perrear, no es mi revolución».
Yo no canto reggae, pero soy cultura.
Aquí mataron gente por sacar la bandera / Por eso es que ahora yo la llevo donde quiera, cabrón, ¿qué fue?
Hace un par de días o tres, Pedro Pascal puso una foto. Y una canción, la de DtMF (DeBÍ TiRAR MáS FOToS, con este trasiego de mayúsculas y minúsculas). Me dije: «Podría darle una escucha». Lo hice bastante más tarde, con este tema, del que luego supe que se hizo viral mientras la gente mostraba a seres queridos que murieron, niños, adolescentes, ancianos.
Bad Bunny es de Puerto Rico y, en este álbum, es más portorriqueño que Héctor Lavoé. Con permiso de Lavoé. Portorriqueño como posicionamiento político, ojo. Sansa, cuatro y güiro, la bomba y la plena, la salsa; toda la fiesta y toda la crítica, contra los desahucios, contra la gentrificación, contra el turismo masivo, contra la gran ciudad monstruosa. «Si te quieres divertir/ con encanto y con primor / sólo tienes que vivir / un verano en Nueva York», cantaba El Gran Combo de Puerto Rico. Percusiones de folclore (con Los Pleneros de la Cresta), boleros, reguetón también (al fin y al cabo, nació en su país) y, sobre todo, qué letracas, señores.
«Millonario sin dejar de ser del barrio».
El otro día, en una entrevista, decía que, si algún día tenía hijos, quería que estudiaran en la escuela pública.
Porque, oh, si, le podemos dar a todo y podemos ir con todo: podemos ir a tope con el barroquismo de Álvaro Pombo (estoy con «El excarcelado»: qué rotundidad, qué de dorados, qué de organzas, qué rimbombante a veces y qué divertido) y con «Pero queriendo volver a la última vez / y a los ojos te miré / y contarte las cosas que no te conté» y nombrar a los amigos y saber: «Debí tirar más fotos de cuando te tuve / Debí darte más beso’ y abrazo’ las vece’ que pude / Ey, ojalá que los mío’ nunca se muden / Y si hoy me emborracho, pues que me ayuden».
Mientras uno está vivo, uno debe amar lo más que pueda.
Mis amigos no se mudaron. Me mudé yo. Ellos se quedaron en Sevilla, yo acabé dando tumbos por Melilla, Almería, Valencia de Alcántara y Mérida, que al final se ha convertido en la ciudad en la que más tiempo he vivido de todas. Qué cosas. Y sí: debimos tirar más fotos. Y dar más besos y dar más abrazos. Porque alguno se nos murió bien pronto. Y aprender a tocar, aprender a besar, aprender a abrazar, poner las piernas encima de las piernas de una amiga y acariciar mientras hablas, porque con las manos también se comunica una y el tacto no se circunscribe solo a lo sexual, gracias.
Porque, ay, soy de la época en la que tuve amigos antes del whatsapp, antes de los móviles con internet, antes de las fotos de cualquier cosa y hay amigos que ya no están pero que duelen igual de los que solo tengo una foto.
Una foto en la que, encima, salgo mal.
Jorge Blass con la orquesta de Extremadura
Rimski-Kórsakov, Mendelssohn, Saint-Saëns, Falla, Mozart, las Variaciones Enigma de Elgar, Stravinsky y Gynt, entre otros, le ponen música estos días a la magia de Jorge Blass. Son piezas que interpreta la Orquesta de Extremadura, que ayer estuvo en Badajoz y hoy estará en Cáceres y en Mérida, acompañando al mago Jorge Blass, de los mejores ilusionistas del mundo, que siempre ha utilizado la música en sus espectáculos y que hará trucos espectaculares. Yo, si fuera uno de los ejecutantes, creo que me asombraría tanto que se me olvidaría cómo tocar.
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