Soplaba una ligera brisa estival en lo alto del Aubisque. Hacía nueve años que una gran ronda, en este caso el Tour, no finalizaba en su cima, el día en el que pareció que Michael Rasmussen ejecutaba el Tour, ante Alberto Contador, antes de huir hacia Dinamarca, con nocturnidad y alevosía, por la cocina de un hotel de Pau con la sombra del dopaje manchando su figura.

Soplaba el aire ideal, por detrás, el que impulsa a los corredores, el que da la orden de atacar, con libertad, como si fuera un clamor para sentenciar la Vuelta en la que estaba proclamada como etapa reina, por los parajes de Francia, por los territorios del Tour, a través del Soudet, el Marie-Blanque y, sobre todo, el Aubisque. Y hasta cinco veces, cinco golpes que habrían sido letales para cualquier ciclista menos para Chris Froome. Hasta en cinco ocasiones demarró Nairo Quintana, el jersey rojo, el que lleva puesto, pero el que parece que ya le está prestando el corredor británico, el que ejerció como un líder a la sombra, porque sabe que el terreno que queda de Vuelta --los días que faltan hasta Madrid, siete etapas--, juega a su favor para cobrarse, por fin, esa deuda que le llevó a disputar la ronda española tras ganar el Tour y participar en los Juegos de Río.

Quedaban ocho kilómetros y por delante había todo tipo de corredores disgregados, una fuga inicial de 41 ciclistas y un ataque (el que el aficionado quería reservar a Contador) de Simon Yates, en el Marie-Blanque, desde lejos, para levantar el brazo y proclamar que hay otro británico que quiere acompañar a Froome en el podio de Madrid.

Quedaban ocho kilómetros y Quintana atacó por la derecha de la calzada, un hueco de 50 metros, no más, ni un centímetro extra de cortesía porque enseguida Froome se fue hacia la caza y captura del corredor del Movistar, un equipo que vio como las piernas de Alejandro Valverde, tercero de la general hasta el pie del Aubisque, decían basta tras una ajetreada temporada.

Nairo continuó con su empeño, sin corredores de su equipo, pero con el alma diciéndole que tenía que darlo todo, que era el día, que ahora o nunca, que, o soltaba a Froome en los últimos cinco kilómetros, con diferencia los más duros de la ascensión, o los 54 segundos que le sacaba (los mismos que se certificaron en la meta) son insuficientes porque, al margen de lo que ocurra en Formigal o el miércoles en Els Camins del Penyagolosa, el próximo viernes Froome volará en la contrarreloj de Calp. Todo el mundo lo sabe, como si fuera una crónica anunciada, porque cualquier otra situación que se dé es tan improbable como que el ganador de esta Vuelta no sea un ciclista nacido en Colombia o en los territorios de Kenia.

Por eso, dale que te pego, Quintana lo volvió a intentar a cinco kilómetros de la meta. Y más de lo mismo, Froome con su molinillo, mirando una y otra vez el potenciómetro que lleva en el manillar, el que le dice los vatios que gasta y que él se niega a desobedecer.