¿Alguien se imagina a Joaquín Sabina o a Miguel Ríos apoyando al PSOE o a Podemos en una campaña electoral? No hay que imaginárselo porque ha ocurrido y aquí no ha pasado nada. Son ese tipo de gestos que se incardinan dentro de lo previsible, del mismo modo que no resulta extraño escuchar a Bruce Springsteen o a Bono recomendar el voto a Obama o recientemente a Joe Biden. Ahora bien, ¿qué pasa cuando un artista, un músico en general y un rockero o un popero en particular, expresan su entrega incondicional hacia una figura pública de derechas? Que acaece la catarsis o el Armagedón en el sentido bíblico del Apocalipsis; que algunos críticos (cada vez menos) activan la luz de gas; y que braman indignados los del tendido 7 de la arcadia digital. Que si el toro está cojo, o ciego de un ojo, o blandea de manos, o arrastra los cuartos traseros. A los corrales por manso y que salga el sobrero. Mala suerte si era de Miura.

Así le ha ocurrido a Nacho Cano con su reciente apoyo a Díaz Ayuso. Da igual los incunables que haya logrado colar entre las cien mejores canciones de la historia del pop español: el menor de los hermanos Cano ha acabado convertido en carne de meme, escarnio de tuiteros, comida para tiburones, carnaza para la piara. En resumen, devuelto a toriles.

Lo de significarse de derechas era hasta hace bien poco terreno de las folclóricas o, en su caso, de Raphael o de Julio Iglesias. Al primero casi no le quedó otro remedio. Para cuando murió el Generalísimo ya podía llenar un álbum de fotos con Carmen Polo. Cualidades aparte, en su defensa hay que decir que fue el primer cantante melódico español que actuó en Moscú en aquella época donde los asistentes a un espectáculo capitalista eran señores vestidos de militar con la gorra de plato calada hasta los dientes de oro. El madrileño de Miami, Julio Iglesias, sin embargo, abrazó a la derecha motu proprio ya en democracia, e incluso se benefició de su conocida amistad con cargos públicos del Partido Popular antes de que algunos de ellos acabaran en la cárcel. Lo de arrimarse a la derechona ha sido, según parece, más propio de crooners consagrados que de reyes y reinas del punk, querencia de señores y señoras que la crítica “es-pe-cia-li-za-da” no ha tomado nunca demasiado en serio en su faceta de intérpretes, llamémosles Bertín Osborne o Marta Sánchez, o que, sencillamente, un día pasaban por allí y la entonces única televisión de España les programó cuatro sábados seguidos en horario de máxima audiencia, véase José Manuel Soto, un one hit wonder de manual.

Bien al contrario, fuera de España tenemos un ramillete de facherío de las siete notas del que probablemente muchos desconozcan sus afinidades ideológicas. El más grande, Elvis, era proclive al Partido Republicano y fan declarado de Nixon. El Rey no fue el único. El rock ha dado notabilísimos defensores de los valores tradicionales, de la familia, de Dios y la bajada de impuestos, de nombres Phil Collins, Ted Nugent, Prince. Hasta Johnny Ramone, un conservador de libro, se pasó dos décadas sin dirigir la palabra a Joey Ramone, líder de los Ramones e izquierdista declarado, y aquello no fue obstáculo para que hicieran de la formación de Forest Hill una de esas bandas con dos o tres discos de esos que hay que llevarse a una isla desierta.

Media nómina de la Movida era de derechas o abiertamente desarraigada de la política y a nadie pareció importarle. Alaska, Antonio Vega, su primo Nacho, eran niños bien de aquel Madrid que implosionó en Argüelles y Chamberí, al calor de las aulas del Liceo Francés o de una embajada en México, mientras el extrarradio se alineaba con el PCE o el PSOE y unos y otros convivían en armonía y acababan de copas en el Cuatro Rosas de los Caligari. Había unos locales de ensayo en la madrileña calle de Tablada donde jugaban al futbolín Edi Clavo y Rosendo. Aquello sí era convivencia y libertad y no lo de Díaz Ayuso.

A Nacho Cano, que ya está de vuelta, no le afectará su escarceo con la emperatriz de Lavapiés. Su carrera está amortizada, pero este país de Caínes continúa entendiendo la música y la derecha como el agua y el aceite, el fósforo y la gasolina. Hacía tiempo que el rockero Bruno Lomas había acabado su carrera antes de morir en accidente de tráfico en 1990. El mainstream de la época le había sentenciado muchos años antes por su afinidad con la extrema derecha. Lourdes Hernández, cara y voz de Russian Red, acabó en 2011 con una prometedora carrera musical cuando en una entrevista se declaró de derechas. Así, de sopetón, tranquilamente. Los indies no la perdonaron. Lejos de enmendar la plana, al año siguiente un desafortunado tuit sobre la anorexia acabó de enterrarla.

¿Pueden, por tanto, los músicos declararse de derechas? Parece que sí, aunque parezca pecado. Y por citar otro tópico, bueno, son de derechas y en el pecado llevan la penitencia.

@jorgefauro