Para los 43 enfermos y personas mayores, entre hombres y mujeres, que habitan el Cottolengo de Las Hurdes, en la alquería de La Fragosa, en el municipio cacereño de Nuñomoral, el confinamiento ha sido menos traumático de lo esperado. Lo explica la madre Josefa, superiora de la congregación Servidoras de Jesús.

Con impresionantes vistas al pueblo, en mitad de un enclave paisajístico único, la hermana cuenta su experiencia. «Tenemos un gran espacio y aunque los residentes no podían recibir visitas, salían a pasear dentro del recinto. Por suerte aquí no ha entrado el coronavirus», señala con una sonrisa.

Josefa solo tiene palabras de agradecimiento. Primero en lo que se refiere a la desinfección. «Hemos estado muy bien atendidos, han venido tanto personal del ayuntamiento como los bomberos de la diputación», institución que envió tablets para que los enfermos pudieran comunicarse con sus familiares. «Muchos son mayores y tanto tiempo sin verlos se les hacía duro. Pero ha sido bonito porque se quedaban extrañados al ver a sus seres queridos en esa pantallita. Algunos hasta se echaban a reír».

El Cottolengo abrió en Extremadura hace 68 años. Forma parte de un proyecto que impulsó el sacerdote jesuita Jacinto Alegre, quien se inspiró en la labor desarrollada por el italiano José Benito Cottolengo en Turín. El padre Alegre, que no llegó a ver su obra en España porque falleció en 1930, era un catalán que acudía a los hospitales y fue testigo de cómo los enfermos crónicos, con dolencias incurables, no tenían donde ir cuando se marchaban de los centros sanitarios por la falta de camas. Entonces, por mediación del Papa, conoció la obra turinesa. Acoge a niños y adultos, discapacitados y gente abandonada. Desde 1952 han amparado en Las Hurdes a centenares de personas con patologías mentales o físicas.

La oración es una de sus prioridades y de ella han tirado en esta epidemia. «Hemos rezado bastante para que el virus no entrara en la zona y hemos pensado en aquellos que estaban sufriéndolo. Ha sido una cosa tan improvisada que cuando nos dimos cuenta había un montón de contagiados. Eso te hacía pasarlo mal y resignarnos. Hemos estado atentas a las noticias, ayudando y atendiendo a nuestros enfermos».

Actualmente, la institución religiosa atiende a numerosos ancianos. «Los hijos se han ido a trabajar fuera y ellos se vienen a nuestro centro». Por un lado, actúa como residencia, pero tradicionalmente se ha ocupado de personas con alguna discapacidad física o psíquica, «niños que aprendieron aquí a leer y que se nos han hecho mujeres y hombres. Y todos conviven como una familia. Cottolengo es un lugar donde colaboramos todos. Nuestra idea es que sea una casa, un hogar, no queremos que sea ni un hospital ni una residencia».

Los residentes, cada mañana después de desayunar acuden a la celebración eucarística, luego tienen clases, rehabilitación, terapia ocupacional y estimulación. El centro lo llevan entre cuatro religiosas, pero además cuentan con 15 trabajadores entre fisioterapeutas o responsables de diferentes talleres. Durante el confinamiento hubo un reajuste para poder atender a los pacientes sin ningún problema.

El primer Cottolengo español se inaguró en Barcelona en el año 1932 a través de una familia de seglares, amigos del padre Alegre, que en el lecho de muerte les pidió que mantuvieran su ideario. Lo que empezó siendo una pequeña morada a la que acudían a comer los muchachos al salir de la escuela, «porque entonces en España se pasaba mucha hambre», se convirtió en algo tan grande que finalmente los jesuitas vieron que lo idóneo era que las monjas se ocuparan de la obra. Llegó la guerra, y a su finalización, la congregación, que entonces era una pía unión, se ocupa desde ese instante de este proyecto, que cuenta con seis Cottolengos repartidos por la geografía nacional, uno en Lisboa y dos en Colombia.

¿Por qué llegaron a Las Hurdes? «Aún no habíamos ido a misiones y las hermanas deseaban instalarse en un sitio donde hubiera gente pobre. En los años 50 esto estaba muy aislado e incomunicado debido a las montañas. No había carreteras. Todo eso limitaba a la población a la hora de mantener relación con otras personas y tampoco podían desarrollarse y crecer», apunta Sor Josefa.

«Llegaron a Nuñomoral, quisieron conocer esta tierra y con un burro subieron y dijeron: ‘Aquí es donde queremos fundar’. Hoy en día las cosas han cambiado un montón, pero cuando se hizo la casa, el único teléfono estaba aquí, la primera televisión en blanco y negro también estuvo en el Cottolengo y venían todos los niñitos a verla, la furgoneta y el primer coche que aparecieron fue aquí», destaca la hermana.

Mientras habla, Las Hurdes se muestra como un lugar alejado del turismo de masas. Un barranco separa el Cottolengo de los arroyos y saltos de agua, que en la comarca llaman chorros. Delante de este escenario, la hermana narra que como había demasiada mortalidad infantil se hizo una maternidad en las instalaciones de este centro que ostenta la Medalla de Extremadura. «En aquellos tiempos solo tenían Seguridad Social los que trabajaban. Bastantes mujeres, si había alguna complicación, no tenían dinero para poder dar a luz en Caminomorisco o Plasencia. Traían a los hijos en sus casas y había muchas defunciones. Se cerró cuando todos los españoles tenían derecho a Seguridad Social.

En este momento, la maternidad la usamos para clases de nuestros acogidos, pero ahí -indica al edificio de al lado- se empezaron a acoger a las madres que estaban embarazadas, sin cobrarles nada.

Aquí han nacido miles y miles de niños con la ayuda del médico, don Ignacio, y de dos hermanas que eran enfermeras y se habían especializado en comadronas. Cuando había alguna cosa grave, nuestra furgoneta las llevaba corriendo a Plasencia», dice con gentileza y con el sentido del humor que caracteriza a esta soriana.

Sor Josefa estuvo 12 años en el Cottolengo, luego se marchó a misiones en Colombia y hace tres que ha vuelto a La Fragosa. Nunca ha vivido algo como esto, y se queda con varias lecciones: «La sociedad ha aprendido que no somos poderosos, no somos dioses. Nos hemos creído que por la inteligencia que Dios nos ha dado ya no había nada que nos pudiera detener, pero este bichito que ni lo vemos ni lo sentimos nos ha desmoronado; no solo nos ha quitado vidas sino que la economía se ha venido abajo. Ha sido una pandemia mundial que nos ha roto los esquemas».

La superiora piensa que la ola de solidaridad «ha quedado muy patente en la sociedad: religiosas y seglares que hacían mascarillas, que se han movido para poder ayudar a otros, realizando la compra a las personas mayores que no podían salir... Abundante gente se ha preocupado por nosotros. Desde Barcelona nos han llegado geles para desinfectar, de Cáceres enviaron mascarillas, numerosas personas han mandado comida, hasta de Madrid nos han traído carne para que no nos faltara. No hemos tenido necesidad, han venido voluntarios, nos han metido dinero en la cuenta... Vivimos solo de donativos espontáneos, si los internos tienen pensión la dejan y si no la tienen no dejan nada».

Es hora de comer y amablemente Sor Josefa se despide guardando la distancia de seguridad y sin desprenderse de la mascarilla. En la fachada, con letras de hierro, se lee: ‘Alabado sea Jesucristo’. El coche arranca y desde la carretera se ve a vecinos cultivando sus pequeños bancales. En el Cottolengo, libre del covid-19, la vida sigue.