Un zumo de melocotón, un pincho de tortilla y un sol que calienta la espalda en la terraza de la estación de tren de Villanueva de la Serena. No es un chiringuito en la playa, pero les sabe igual. O mejor. Respiran libertad y salud después de meses de congoja. Casi un año encerrados, con el temor diario a que el virus se los llevara por delante. Sin la cercanía de sus hijos y, sobre todo, de sus nietos. Han visto morir a compañeros de batalla en la más absoluta soledad. Meses y meses de infierno. Cuanto más vulnerables, peor. Pero por fin han empezado a sentir la luz al final del túnel. Simples gestos. Pasear por la calle, hablar con la familia sin el muro de la mampara.

Los mayores de las residencias han sido la diana de la pandemia. También, los primeros a quienes se ha vacunado contra el covid. Han recibido las dos dosis de Pfizer y ha pasado el tiempo suficiente para que alcancen el máximo de inmunidad. Significa que ya pueden recuperar sus actividades habituales. Sus ratos de ocio.

No para todos la luz es la misma; los grandes dependientes siguen en su encierro particular. Y hay siete centros (de los 324 que se reparten por toda la región) que aún tienen brotes activos y continúan a la espera de la inyección.

Pero ya hay buenas noticias. Como en la residencia San Francisco de Villanueva, a cuyos usuarios les ha empezado a cambiar la vida.

Reencuentro en una terraza

En la cafetería de la estación de tren, Consuelo Calderón Chamizo se reencuentra con su nieta Julia, de 22 años. La visita familiar es en un velador al sol. Es la primera vez que ambas se ven sin barreras desde aquel 14 de marzo de 2020, justo el día en que entró en vigor el Estado de Alarma. Eso sí, con mascarilla y sin contacto físico. Pero ya no hay cristaleras de por medio ni videollamadas.

-¿Usted cuántos años tiene?

-¿Yo? 72

-Di la verdad. Son 82 -replica Julia, a la que le brillan los ojos cuando ríe con su abuela, quien reconoce con tono burlón que su nieta tiene razón.

«Yo he discutido mucho con gente de mi edad que decía que si a las personas mayores les pasaba algo pues bueno, ya habían vivido. Pero es que yo no me conformo con que mi abuela coja el virus y se muera», expresa Julia.

Este verano hace cinco años que Consuelo vive en la residencia. Llegó después de un accidente en casa: «Se cayó por la escalera. Estaba sola porque mi madre trabaja por las mañanas».

Decidieron el ingreso en este centro, en el que consideran que está mejor atendida. «A mi abuela le gusta mucho relacionarse y aquí tiene a gente hasta con la que discutir. Porque a ella no la calla nadie», dice su nieta, que la visitaba cada dos días antes de que la pandemia gobernara la vida.

«Lo peor es la comida», apunta Consuelo. Pocos dulces.

Sus cinco hermanos ya se le han muerto. Tiene cuatro hijos y cinco nietos, pero no puede ocultar que Julia es su favorita. «Es que se crió en mi casa».

«Me parezco a ella en que nos encanta estar en la calle. Yo es que iba con mis amigas y siempre me la encontraba por todas partes: aquí, allí, en la esquina...».

Las salidas al sol y las visitas al aire libre son actividades terapéuticas que ya puede llevar a cabo este centro desde principios de febrero. «Han vivido cuatro semanas muy duras encerrados en sus habitaciones durante el periodo de vacunación. La fisioterapeuta que tenemos paseaba con ellos uno a uno por el pasillo. Han perdido movilidad, capacidad cognitiva... Ahora necesitan sobre todo apoyo psicológico», explica Petra García Rodríguez, directora de esta residencia San Francisco, que es pública.

Un fallecido

Dice que de alguna manera han tenido suerte porque solo ha habido un caso detectado de covid. Fue al principio: un usuario de 85 años que falleció. «Creemos que se contagió en el hospital, donde estaba ingresado por otra patología. Cuando le dieron el alta y volvió al centro, empezó a tener síntomas. La prueba dio positivo. A las dos semanas murió, justo el día de Jueves Santo».

Petra García, directora de la residencia San Francisco de Villanueva. / SILVIA S. F.

Los residentes recibieron la primera dosis de la vacuna contra el covid el 7 de enero; la segunda, el 25 de enero. Aún llevan mascarillas porque así lo marca el protocolo, pero dentro del centro ahora se vive tranquilidad y han vuelto los talleres en grupo. «Han estado encerrados desde agosto. Se han comportado como unos héroes: pacientes, conciliadores...», subraya Petra García.

En San Francisco ya se permite que lleguen nuevos usuarios. Ahora mismo hay 28 personas catalogas como válidas y 35 asistidas, o lo que es lo mismo, grandes dependientes. Ellos, cuando llegue el buen tiempo, también saldrán al parque. Todavía les toca esperar.

El miedo, la incertidumbre...

Con dos cañas por delante y un plato de aceitunas charlan y disfrutan del aire libre Francisco Venegas Ambrosio (79 años, de Corte de Peleas) y Virilo Blasco Domínguez (75, de La Puebla de Don Rodrigo, en La Mancha). «Esto es un lujo porque hay que ver las que hemos pasado...», expresan casi al unísono. Y resoplan. «Hubo un momento en que me cambiaron cuatro veces seguidas de habitación y me asusté porque no lo entendía. Pensé que tenía el virus y no me lo querían decir. La realidad era que la organización variaba cada dos por tres, pero no puedes evitar ese miedo», explica Francisco.

Francisco Venegas Ambrosio (79 años) / SILVIA SÁNCHEZ FERNÁNDEZ

Él trabajó en el campo y la construcción. Y también cuidó de su mujer hasta que falleció durante 10 años. «Le dio una trombosis, no se podía mover... Me dediqué a ella porque mis hijos no iban a dejar el trabajo». Tiene tres. Hace tres años que vive en la residencia. «Me sentía solo, me caí en la bañera... decidí que me venía».

Junto a él, Virilo rememora sus tiempos de pastor. «Tenía 900 ovejas en Tamurejo». «Son oficios que se pierden porque no hay días de fiesta». Él tiene dos hijos. «Mi mujer estaba aquí porque necesita cuidados, así que me vine con ella. Han pasado ya tres años. Ella todavía no ha podido salir a la calle», cuenta.

Ambos han recibido la vacuna como un halo de esperanza y liberación. Aseguran que les gustar leer y ver las noticias cada día. «Hay que estar informados, saber qué está pasando», dice uno y asiente con la cabeza el otro.

Virilo Blasco Domínguez (75 años) / SILVIA SÁNCHEZ FERNÁNDEZ

Vidas muy diversas

En otra mesa de la terraza comparten espacio Ana Risco Gallardo (69 años, de Villanueva), Crimilda Natividad (81, de un pueblo del norte de Portugal, lleva las raíces en el acento) y Aurora Crespo de la Torre (82 años, de Villanueva). Sus vidas son muy diversas.

«Un año sin salir te pone los nervios fatal», dice Ana, que ha sido ama de casa. Dos hijos y dos nietos. Lleva cuatro años en la residencia, lo decidieron entre su marido (que sigue en casa) y ella. «Me tenían que ayudar a todo».

Su compañera Crimilda arrastra profundas heridas en el alma. Una es la relación con una de sus hijas: «Estoy aquí porque no me quería en casa». Pero de ella tiene cuatro nietos que está deseando abrazar. «Los adoro, no podrían vivir sin ellos». «Yo he trabajado toda la vida --prosigue--, me sacaron de la escuela con 11 años».

Un camino muy distinto es el de Aurora. «Soy soltera. No he me dedicado a nada. Tengo una pensión de mi padre. Aquí estoy muy bien. Mi único hermano murió pero mi cuñada viene a verme», resume. ¿Cómo ha sido este último año? «Nunca nos imaginábamos que íbamos a pasar por esto», responde.

Sobre la una de la tarde toca regresar a la residencia. El paseo de vuelta, algo tan simple y cotidiano, se convierte en un acto de victoria.