Noemí Saball estaba acostumbrada a usar mascarilla en su trabajo cuando utilizaba productos tóxicos en la mezcla de tintes en su peluquería de Plasencia. Otra cosa es llevarla diariamente, al principio una sobre otra y una pantalla de plástico además que hiciera de barrera frente al cliente. «Hemos ido aprendiendo sobre la marcha, porque nunca ha estado claro nada en nuestro sector. Ni siquiera si podíamos trabajar en el confinamiento», recuerda. Ella paró hasta el 4 de mayo de 2020. «Volver fue duro. Tardamos casi un mes en recibir los equipos de protección que necesitábamos. Nadie nos enseñó lo que teníamos que hacer y fuimos probando», recuerda. Ante la duda, arrancaron con doble mascarilla quirúrgica (la que conseguían), más una pantalla que luego cambiaron por gafas de protección porque «era imposible ver bien el color de los tintes», recuerda. 

A estas alturas, la experiencia acumulada permite que todo vaya rodado, aunque mantienen los protocolos de limpieza y distancia, y siguen sin abrir la zona de espera. «Ya no me molesta ninguna mascarilla, ni la mía, ni la del cliente», más allá de que sea algo más complicado mantener una conversación «y del dolor en las orejas por las gomas», bromea. «Recuerdo que al principio decía a los clientes: perdona si no te hablo, es que con la mascarilla me cuesta respirar». Pero te acostumbras, y ahora soy partidaria seguir con ella hasta que vea cero contagios», reconoce.