El Periódico Extremadura

Las heridas de la pandemia tres años después

Sanitarios en primera línea, una extremeña con covid persistente y familiares que perdieron a seres queridos, obligados a morir solos, cuentan cómo fue aquel «horror».

«No recuerdo haber llorado más en mi vida profesional», dice un médico

Sira Rumbo

«Echas la vista atrás y no te lo crees. Parece que más que los recuerdos de algo que hemos vivido son los recuerdos de una película que hemos visto, pero psicológicamente te deja tocado. Perdimos a mucha gente con la que estábamos a diario». La enfermera Natalia Salomón recuerda así el inicio de la pandemia del coronavirus cuando se cumplen tres años del confinamiento. Por estas fechas el país llevaba ya cuatro días en casa. Estuvimos casi dos meses, pero entonces nadie pensaba que tres años después el coronavirus seguiría en nuestras vidas. En España el covid es la enfermedad de declaración obligatoria que más muertes causa, entre 10 y 15 al día. En Extremadura esta pasada semana ha perdido la vida otra persona más. Y la región ya acumula 2.692 fallecidos por coronavirus.

Natalia tenía 24 años cuando el mundo se paró. Entonces trabajaba en la residencia de ancianos de Arroyo de la Luz, que fue el epicentro del coronavirus en Extremadura. Las autoridades ordenaron el cierre de este municipio varios días antes de que de decretara el confinamiento, tras detectar varios positivos en el pueblo. Entre ellos el de Claudia P. B., que fue además la primera fallecida en la región a causa de la enfermedad, el 11 de marzo. Claudia era compañera de Natalia en la residencia y una persona muy conocida en Arroyo de la Luz. Aquello fue un mazazo.

Natalia Salomón era enfermera en la residencia de Arroyo.

Natalia Salomón era enfermera en la residencia de Arroyo.

En el centro de mayores todos tenían síntomas, tanto residentes como trabajadores. Cayeron todos, pero en aquel momento nada se hablaba de aislamientos ni de cuarentenas. No sabían a lo que se enfrentaban. «El día que falleció Claudia empezamos a aislar a los ancianos pero usábamos mascarillas de papel y nosotros nos protegíamos con batas también de papel, todavía no teníamos EPIs», recuerda Natalia. «Fue una locura, fueron pasando los días y cada vez había más positivos. Sentías impotencia y mucha ansiedad, no me quiero ni acordar», asiente. 

Esos primeros días ella además los vivió fuera de la residencia porque fue una de las primeras en contagiarse. Estuvo 15 días en cuarentena. Y justo el día que dio negativo le dieron la peor de las noticias: su abuelo paterno, que también era usuario de la residencia, había fallecido de covid. «La alegría me duró muy poco, a la una me dijeron que era negativo y a las cuatro me enteré de lo de mi abuelo. Se fue en tres días», recuerda con la voz aún entrecortada. Se fue solo y se enterró prácticamente solo porque se prohibió la presencia de más de cuatro personas en los entierros. Es una espinita que sigue clavada. No se cura. Ni lo hará. «Siempre hemos estado con mi abuelo y el día que se fue no pudimos acompañarlo, no se merecía pasar los últimos momentos de su vida solo. Fue muy duro», reconoce. Su abuelo era además una de las personas que más le acercaba a su padre, que había muerto unos años antes: «Esto hace que la espinita sea aún más grande».

La situación le superó. Tras pasar el covid regresó a la residencia pero se prometió que la dejaría cuando ya no hubiese usuarios positivos. Se le hacía muy complicado seguir allí, sin su abuelo, sin muchos de sus abuelos. Se marchó en junio del 2020. Pero siguió ligada al covid. En la segunda ola le llamaron para trabajar en el hospital Nuestra Señora de la Montaña de Cáceres, un edificio que acababa de cerrarse pero que hubo que recuperar. No había camas suficientes para la cantidad de ingresos entre los otros dos hospitales de la ciudad. En la Montaña atendió a muchos mayores que, como su abuelo, morían solos. Ella intentaba acercarse a ellos. Le recordaban a él. «Te daban la mano cuando les ponías la bomba de sedación, no querían morir solos, veías el miedo en sus ojos. No se me olvida», asegura. Nunca se acostumbró a aquello: «Había visto morir gente, pero en la residencia a lo mejor se moría una persona al mes, en la Montaña se iban tres y cuatro solo en tu turno».

Javier García perdió a su madre en la primera ola.

Javier García perdió a su madre en la primera ola.

Sola también se fue la madre de Javier García. Tenía 92 años y vivía en la residencia Asistida de Cáceres, la más azotada por la pandemia, donde fallecieron 75 residentes solo en la primera ola. Salud Pública había ordenado el cierre de este centro, como el resto de los de la región, para prevenir más contagios. Nadie, salvo los trabajadores, podía acceder a los mismos. Los mayores estuvieron meses solos, sin poder ver a sus familiares, lo que a muchos les generó depresión y ansiedad. Se negaban a comer. No entendían qué ocurría.

Los ancianos, solos

La única información que Javier tenía sobre su madre era la que se ofrecía, de manera puntual, a través de un grupo de Whatsapp que había creado la residencia para comunicarse con los familiares. Si todo estaba bien se informaba a través de este medio. Hasta que recibió una llamada: «Era el médico, para decirnos que mi madre estaba enferma, que tenía una infección de orina y fiebre», recuerda. En aquella conversación nada se habló de coronavirus. A los días, una nueva llamada: «Nos dijeron que iba a peor, que no ingería alimentos y que la habían aislado porque era un posible covid». 

El 21 de abril falleció. Cuando la residencia se lo comunicó Javier y su hermano se marcharon rápidamente al centro de mayores. No pudieron entrar. Fue desde la calle donde vieron a la funeraria sacar el ataúd en el que iban los restos de su madre. «Los de la funeraria iban protegidos con unos buzos, luego nos los cobraron en la factura», recrimina. De allí la trasladaron al tanatorio, donde tampoco pudieron estar con su madre porque estaba prohibido velar los cuerpos. Y al día siguiente la incineraron. «Solo pudimos entrar cuatro familiares, tres hermanos y un nieto, no pudimos ni abrazarnos entre nosotros. Fue muy duro porque no pudimos estar con ella. Es una herida que está abierta, no se te va de la cabeza», reconoce. De hecho este reportaje, dice, le ha vuelto a hacer revivir todo aquello. «No sabemos cómo falleció, si falleció sola, no se lo merecía».

Desde el hospital

Carlos Martín fue quizá uno de los médicos de la región que más pacientes atendió durante la primera ola. Como jefe de Medicina Interna de Cáceres, a su servicio le tocó tratar a decenas de enfermos, ya que en esa primera ola la planta de Neumología quedó prácticamente inutilizada porque se contagió la mayor parte del personal. «Fue una época de mucho estrés y de mucho trabajo. Y de mucho llorar porque se murió muchísima gente y porque estábamos desbordados», comenta. Aunque reconoce que, desde el punto de vista profesional, fue uno de los mejores momentos que recuerda: «Yo había nacido para eso, llevaba toda una vida preparándome para esto, es la época de mi vida en la que más útil me he sentido». 

Carlos Martín, jefe de Medicina Interna del Hospital San Pedro de Alcántara de Cáceres.

Carlos Martín, jefe de Medicina Interna del Hospital San Pedro de Alcántara de Cáceres.

Su equipo se volcó. Tenía manos dispuestas a trabajar a todas horas, fines de semana, festivos, … daba igual, no necesitaba ni preguntar, se ofrecían solos. «No recuerdo haber llorado tanto como en aquella época», comenta. Además de por la angustia por las muertes, de emoción. El primer día que comenzaron los aplausos a las ocho de la tarde tuvo que meterse dentro de su casa porque no podía contener las lágrimas. Ahora, cuando echa la vista atrás, le da la sensación de que todo esto ha ocurrido «hace milenios». Y solo han pasado tres años.

Reconoce que el virus continúa, aunque está convencido de que no volveremos a hablar de olas. «Desde que nos hemos vacunado la letalidad en la gente mayor es bastante menos de la mitad que antes. Si no llega a ser por la vacuna no sé qué hubiera sido de nosotros», puntualiza.

Muchos de aquellos primeros pacientes procedían precisamente de Arroyo de la Luz, la primera localidad que fue confinada en Extremadura. Aquello tampoco se le olvida a Carlos Caro, alcalde de este municipio cacereño. Llevaba solo ocho meses de regidor cuando estalló la pandemia y tuvo que enfrentarse a una situación desconocida para todos. «No podemos olvidarlo, sobre todo a los que se quedaron en el camino, pero entre todos hemos conseguido superarlo», sostiene. Ahora, con distancia, considera que se señaló a su pueblo sin justificación, quizá fruto del desconocimiento que había: «El virus estaba ya en todas partes, la voz de alarma empezó aquí pero era evidente que el virus ya estaba por todos lados», argumenta. 

Reconoce que fue duro pero le ha servido para darse cuenta del valor de Arroyo de la Luz: «Conseguimos superarlo con la unión, pusimos en marcha una plataforma ciudadana con 280 voluntarios que repartía EPIs, acompañaba al que lo necesitaba, prestaba ayuda telefónica y psicológica, … Es un ejemplo de unión y fuerza», afirma.

Muchos de sus vecinos se apoyaban también en su párroco, Juan Manuel García Acedo. Llegó a recibir 30 llamadas al día de personas que estaban angustiadas y que le pedían que rezara por sus familiares contagiados. Puso en marcha un canal de Youtube a través del que informaba a los arroyanos de todo lo que iba ocurriendo, allí comunicaba los fallecimientos y por las tardes celebraba la misa. Llegó a dar una bendición desde el tejado de la iglesia, quería dar esperanza a sus vecinos. Y fue él el que dio el último adiós a los fallecidos. Acompañaba a la familia (a los pocos que podían acudir a los entierros) en el tanatorio, donde daba un responso por el fallecido. «Fue muy duro, hubo un día que se murieron cuatro», recuerda. En un municipio de 5.600 habitantes.

El covid persistente

El covid sigue ahí, no se ha marchado. Aunque la mayoría hemos conseguido recuperar nuestras vidas. Hemos vuelto a ser lo que éramos. Otros no pueden. Es el caso de Mariluz Collado, a quien el covid le ha dejado secuelas hasta ahora irreversibles. Era auxiliar en la residencia de mayores de Arroyo de la Luz y fue también de las primeras en contagiarse. Tenía síntomas desde el 1 de marzo, pero siempre pensó que se trataba de un constipado. Hasta que se confirmó el contagio de Claudia P. B. y su posterior fallecimiento. Era su compañera y amiga. «Todavía hoy me cuesta asimilarlo. Cuando nos enteramos fue cuando la cabeza empezó a pensar que lo que nosotros teníamos también era coronavirus», recuerda.

Mariluz Collado, con covid persistente, con su párroco, Juan Manuel García.

Mariluz Collado, con covid persistente, con su párroco, Juan Manuel García.

En realidad ella nunca llegó a dar positivo en las pruebas porque cuando se las hizo ya había pasado tiempo del contagio. Y eso a pesar de que los síntomas continuaban. Y de que persisten a día de hoy: sigue agotada, con dolores articulares y musculares y ha perdido 20 kilos. Tiene tratamiento también para dormir porque los dolores se lo impiden. Estuvo un año de baja, intentó incorporarse pero tuvo que desistir. No puede. «No puedo con mi alma. Antes caminaba, iba a diario a la Luz (una ruta que suelen hacer en el pueblo) pero ahora no puedo, tampoco puedo viajar y me canso haciendo las labores de la casa», explica.

Por eso, a pesar de que el mundo quiera olvidar el covid, para Mariluz sigue muy presente. «El covid no se me olvida, lo tengo presente continuamente. El coronavirus me ha cambiado la vida, soy otra persona», señala. Por eso a ella le sigue dando un vuelco al corazón cuando escucha noticias sobre la pandemia: «Todavía sigo con ese miedo y esa ansiedad», reconoce. Aunque entiende que todos a su alrededor intenten olvidarlo: «La gente quiere vivir, llevar su vida normal, es lo que queremos todos. Es como debe ser. Ojalá yo también pudiera».

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