FIRMAS

Periodistas

Fernando Valbuena, abogado y escritor.

Fernando Valbuena, abogado y escritor. / Francis Villegas

Fernando Valbuena

Fernando Valbuena

El periodista tenía ocho años, dos botines y una pena negra por dentro que le asomaba por fuera. Al menos así lo retrató Lewis Wickes Hine, un gringo del que habrán visto fotografías, aunque no les suene su nombre. Un tipo de cámara en ristre que, allá por el primer tercio del siglo XX, miró con ojo de cristal a la gente corriente que le salía al paso. Son fotos de esas que hablan, que embelesan. Niños repartiendo periódicos, niños a veces alegres, a veces tristes, niños a veces pícaros, a veces inocentes, niños con su pesada carga de papel bajo el brazo.

Niño repartidor de periódicos.

Niño repartidor de periódicos. / EL PERIÓDICO

Creía, cuando el niño era yo, que periodista era el que repartía los periódicos, al menos, periodista llamaban en casa a la repartidora. La periodista… Cada mañana a la misma hora. Y creía también que, además de repartirlos, los escribía. Era una mujer menuda. Frisaba, como Quijano, los cincuenta; quizá algunos menos. Vestía bata azul mahón, entero y proletario; bajo la bata, le asomaban las canillas desnudas. Zapatillas de lona azul; no sé cómo se las apañaría los días de lluvia. O tal vez recuerde mal; a veces, se nos vienen a la cabeza mentiras por verdades. La bata sí, azul, de eso no dudo. El pelo negro, casi corto. Despeinada. Desenvuelta. Quizá malhablada, quizá no mucho. Los carrillos encendidos. No creo que bebiera, al menos el niño que fui nunca la vio beber, pero tenía los carrillos encendidos… y la mirada oscura de quienes viven a mordiscos. Creo que era buena gente, aunque algo amiga de tremolinas. La periodista repartía los periódicos a primera hora, y, una vez repartidos, se atrincheraba en un localito de tan solo dos por tres. Mi sorpresa fue mayúscula cuando la vi asomar por el ventanuco. Me saludó por mi nombre, me conocía. Mis ojos debieron cantar el pasmo. No recuerdo de dónde veníamos ni a dónde íbamos, pero allí estaba ella, al paso, salada, en su sarcófago de papel, vendiendo de esto y de lo otro, tras repartir el periódico del día y antes, suponía yo, de escribir el del día siguiente. En realidad, yo no suponía nada, no era yo lo suficientemente listo como para hacerme semejantes preguntas, simplemente lo daba por hecho, sin calibrar el calibre del absurdo. Más adelante empecé a sospechar que el periódico quizá lo escribieran otros, esos que firmaban lo que yo leía sin entender. Y la periodista quedó yerma, a mis mientes mermada, más menudita aún, más despeinada y le atisbé en la mirada que para tanto mordisco le faltaban dientes. Ahora, pasados los años, creo que, además de bobo, fui injusto. Quizás sí, quizás escribiera, al menos sus manos entintadas tenían el vuelo de la pluma… ¡quién lo sabe sino Dios!

Manos entintadas, tinta fresca de la mañana… Entonces aún manchaban los periódicos. A los niños que retrataba Lewis Wickes Hine les llaman paperboys y en la América que habla en español, canillitas, por aquello de ir enseñando las canillas. Niños en pantalón corto. Niños a esas horas en que vuelven a casa los calaveras. Niños tiritando de frío en invierno, niños descalzos en verano, niños rodando esquinas, niños desarbolados a su suerte, niños voceando, clarín mañanero, las noticias del cambalache… El mundo, ahora como antes, tiene algo de manicomio, aunque los niños ya no voceen periódicos. Un mundo, el de mis periódicos, donde, a veces, las verdades son mentiras y las mentiras acaban siendo verdades. ¡Qué difícil se me hace pronunciar Lewis Wickes Hine! Casi tanto como Stefan Zweig… El mismo viejo mundo ya ido… Las mismas canillas desnudas…

Y pum… Una mañana de 1978, a eso de las ocho, ETA apioló al redactor jefe de La Gaceta del Norte, José María Portell… A las bravas, a balazos… A la puerta de su casa, a la orilla del Nervión… Y, así, de repente, supe que ser periodista tenía su intríngulis, aunque no llevaras las canillas al aire. A la hora en que lo mataron una mujer menuda vestida de azul dejaba un ejemplar de La Gaceta en mi puerta, ella sabía mi nombre, yo he olvidado el suyo. Los compañeros de Portell cubrieron la noticia, le olieron la sangre al muerto. De sus asesinos nunca más se supo.

De aquello hace ya casi cincuenta años, del Extremadura exactamente cien. Cáceres, que es ciudad noble, levantó en bronce a Leoncia, su última vocera. Ya no manchan de tinta los periódicos. Ahora, al recordar, me he recordado y he recordado la foto del niño vocero, la del fotógrafo de nombre impronunciable. Quizá el niño tuviera nombre o quizá se llamara, tan solo, niño. Entre lamparones y churretes. Entre petimetres. Leandra a leandra. Mitad obrero, mitad gorrión. Sin otra que untar pan en los charcos. No sé si leía los periódicos antes de venderlos. Ni siquiera sé si sabía leer. Pero él y yo, creo, sabemos, creo, que un día sin periódico es siempre un día demasiado largo.

Fernando Valbuena  

Abogado y escritor