Hay que reconocer que los llamados «padres fundadores» de la Constitución de Estados Unidos (EEUU) eran gente de una talla excepcional. Inventaron literalmente el régimen presidencialista y el federalismo. Antes de 1787 no existía ni una cosa ni otra.

El régimen presidencialista, bajo forma republicana, les parecía combinar adecuadamente dos cosas, un poder ejecutivo fuerte pero que respondiera ante el pueblo (por vía electoral), y a la vez una clara separación de poderes entre legislativo, ejecutivo y judicial, como antídoto contra lo que más les horrorizaba: la tiranía, que ellos identificaban con la corona británica.

Por ello, el régimen constitucional de Estados Unidos no contempla lo que en cambio es nuestro pan de cada día, como la moción de censura o la disolución anticipada del parlamento.

En otras palabras, cuando hay elecciones, en este caso presidenciales, el ganador está ahí para cuatro años y si vuelve a ganar cuatro más. Y con todo, les parecía a los padres fundadores que quizá habría un resquicio para la arbitrariedad.

¿Qué pasa si un presidente se pasa de la raya? Precisamente para ello diseñaron el impeachment para poder echarle y, si es el caso, a la tercera pata del sistema, el poder judicial. Pero no se trata de nada parecido a nuestra moción de censura, que es meramente política, sino de perseguir literalmente a un presidente delincuente en un terreno muy concreto y que haya deliberadamente faltado a sus obligaciones constitucionales.

Y ahí tenemos los dos precedentes del siglo XX y lo que llevamos del XXI. En 1974, en plena debacle en Vietnam, el republicano Richard Nixon dimitió cuando se hizo patente que debía afrontar un impeachment. Antes de que lo echaran, Nixon se fue para evitar la vergüenza constitucional de verse destituido por el Congreso.

Dos tercios

En su segunda legislatura, en la década de los 90, Bill Clinton estuvo a un paso de afrontar el impeachment, no por lo que hizo o no hizo a una becaria, sino por mentir al respecto ante un Comité del Congreso.

La cosa hubiera sido tan grave desde el punto de vista constitucional que al final, al parecer, la iniciativa quedó detenida en su paso por el Senado, donde se necesitan dos tercios de los votos para prosperar. Y en el balance de la presidencia de Clinton, que duró ocho años, el incidente de la becaria Monica Lewinski, ha quedado como una cosa muy marginal.

Cabe decir que si el problema es tener un presidente mentiroso, es decir que falta a la verdad deliberadamente en temas relevantes para su función, a Donald Trump se le deberían abrir más impeachments que días tiene el año. Pero el fondo de la cuestión en la actualidad es otro.

Se trata de que tampoco falten a sus obligaciones constitucionales sus señorías, congresistas y senadores, y en este caso que decidan en conciencia si Trump es digno de seguir siendo presidente.

Hay elecciones el año que viene y todos tienen miedo de todo. Y ni el presidente ni la mayoría de sus señorías se parecen ni por asomo a los «padres fundadores» de Estados Unidos.