TTtengo en mi sesera aquellos domingos de Resurrección que mis abuelos me llevaban a ver la Borriquita y luego iba a la terraza que había en la plaza para tomarme una gaseosa y una media ración de carne con tomate (era lo que más me gustaba, porque estaba cansado de comer durante toda la semana bacalao y potajes). En ese domingo ya podía comer carne. Mis abuelos guardaban rigurosamente los días de ayuno y abstinencia, y por ello todos los de la casa.

Los tiempos han cambiado y lo de la Pascua de Resurrección queda como fiesta laica y poco tiene que ver el recordar el tercer día de la resurrección después de la Crucifixión. Sin embargo, el hombre nunca deja a un lado las fiestas y costumbres en las que encuentra fruición, venga de donde venga. Así, en muchas partes de España ha quedado la costumbre del Huevo de Pascua, que con el tiempo se ha difundido por toda la piel de toro. Costumbre que no solo es de los católicos sino que los mismos judíos la han incorporado a su cena de pascua o Séder para recordar el corazón duro de Ramsés II. Pero si nos retrotraemos a nuestra Edad Media, era habitual regalar en estas fechas huevos pintados, que durante la Cuaresma, ya que no podían comerse en esos días, y así se pintaban para comerlos el Domingo de Resurrección.

Otra de las leyendas de esta costumbre se asocia con la fertilidad. De tal manera, que al coincidir la Pascua con el comienzo de la primavera (periodo ancestralmente asociado a la fertilidad) se ha establecido en toda Europa desde tiempo los huevos pintados en estas fechas de Pascua.

Pero no solo existen la costumbre de los Huevos de Pascua sino también la de los Conejos de Pascua. Esta última se origina de una leyenda que cuenta que en el Santo Sepulcro no solo se enterró Jesús sino que también quedó enterrado un conejo y que éste fue el que primero presenció la Resurrección de Cristo y que salió junto con Jesús del sepulcro. De ahí la costumbre del llamado Conejo de Pascua. Ambas costumbres han arraigado en la sociedad al margen de su origen religioso, y más como una manera festiva como existen otras tantas.

Vuelta a recuerdo de aquellos años en que la edad aún la tenía para enseñarla, veo un gran perol de arroz caldoso repleto de tajadas de pollo poblando el condumio humeante que rodeábamos toda la familia como si fuese un verdadero dios culinario. Y como en mi casa era costumbre todos comíamos del mismo perol, con el protocolo de "cuchara y paso atrás" y de cuando en cuando trago de vino y trozo de pan. Todo un alarde gastronómico-familiar.