La gente te dice: qué bien lo llevas, qué fuerte eres... Pero es que las penas se quedan en casa. Cuando salgo a la calle me maquillo, me pongo una careta, y trato de no perder la sonrisa. También intento estar bien delante de mi marido, para que me vea feliz. Los ratos más tristes son los que paso a solas con ella y la verdad es que son muchos». Lo que Sabina Plata Plata siente es un cúmulo de emociones donde el dolor y la lucha por disimularlo es una constante que cada día la agota. Sabina, vecina de Malpartida de Cáceres, tiene 52 años y una hija de 14 con síndrome Rett (una de las llamadas enfermedades raras que provoca un alto estado de discapacidad física e intelectual). «Cuando Lucía nació se acabó mi vida tal y como la conocía hasta ese momento», asegura. Ahora dedica una atención plena a su pequeña, que requiere una asistencia de casi 24 horas.

Antes era empleada en una empresa de limpieza por las tardes y, al principio de llegar Lucía, su otra hija, que ahora tiene 26, se quedaba de cuidadora de su hermana. «Pero ahora María también trabaja y lo normal es que haga su vida». Sabina tuvo entonces que dejar su salida diaria de casa que le permitía un respiro fundamental para sobrellevar el síndrome. De eso hace ya cuatro años. «Yo antes hacía muchas cosas, pintaba, por ejemplo, pero a medida que la niña va creciendo todo es más complicado. Antes la llevaba en brazos a cualquier sitio, ahora casi no puedo con ella. Si quedo con alguna amiga, entre que me arreglo yo y la preparo a ella tardo por lo menos dos horas. Cuando estamos listas me siento tan agotada que ya me quedo en casa. Y así se va cerrando mi círculo poco a poco».

Mientras que ella renunció a su empleo, su marido sí siguió con «un puesto absorbente en el que echa muchas horas». «Era lo lógico porque él ganaba más. Y una niña como la nuestra, entre otras cosas, es dinero y más dinero».

«No puedo quejarme para nadel apoyo de él -quiere aclarar Sabina-, porque para mí es vital. Pero él se va de casa sabiendo que su hija se queda en buenas manos, de manera que sale tranquilo. Y desconecta. Yo si pudiera, también lo haría».

Lo que relata esta madre extremeña es una situación tan común que provoca que su labor no sólo de cuidadora, «sino de fisioterapeuta, enfermera, psicóloga...», se considere un papel natural que deben asumir las mujeres por sistema sin apenas tener opciones.

El de Sabina es sólo un ejemplo más de lo que evidencian las propias estadísticas. Las cifras del Instituto de la Mujer y para la Igualdad de Oportunidades reflejan una sociedad en la que el cuidado de los familiares sigue siendo responsabilidad femenina. Uno de los datos llamativos es que, de media, el 90% de las excedencias que se piden en Extremadura para el cuidado de familiares o hijos corresponde a las mujeres.

Desde asociaciones y colectivos de la región que abordan distintos tipos de discapacidad o enfermedades de deterioro cognitivo confirman, sin duda, este alto porcentaje. Y la principal razón es, efectivamente, la brecha salarial. El sueldo femenino en nuestra comunidad autónoma es de casi 300 euros menos al mes que el masculino. La principal causa es que el 70% de los contratos temporales y parciales pertenece a ellas (aunque tengan igual o mejor preparación que ellos). Subraya Teodora Castro, secretaria de la Mujer en CCOO de Extremadura, que el trabajo de la mujer se considera la contribución subsidiaria, solamente un aporte del que se puede prescindir. Como consecuencia, se asume que, llegado el caso, hay tareas que solo tienen cara de mujer, tal y como manifiesta María José Ladera, secretaria de Igualdad, Políticas Sociales y Salud Laboral de UGT en la región.

El hachazo a la ley

De esta forma, el cuidado de las personas dependientes se convierte en responsabilidad de, fundamentalmente, madres e hijas. Con la ley impulsada por Rodríguez Zapatero se incorporó la posibilidad de que estos familiares que renunciaban a su vida por una asistencia continua a otra persona tuvieran un apoyo económico y que, además, el Gobierno pagara su cotización a la Seguridad Social por la labor realizada. Los recursos económicos no eran suficientes pero, de alguna manera, se veía recompensada una dura tarea que pasa desapercibida, que se convierte en invisible aunque sea pilar básico. Pero en 2013 el Gobierno suprimió este derecho. Fue uno de los hachazos sufridos por la Ley de Dependencia.

«Yo antes cobraba una ayuda, aunque este trabajo es impagable y lo haces porque te sale de dentro, pero de alguna manera te sentías compensada», cuenta Eloísa Pozo Martín. Esta ama de casa pacense de 57 años estuvo 12 cuidando a su madre, enferma de alzheimer, y ahora se hace cargo también de su padre. «Él no es dependiente ni mucho menos, pero está en casa con nosotros».

Eloísa asegura que no se puede quejar porque tiene una hermana con la que ha compartido -y comparte- la atención. «Aunque ella sí trabaja fuera, de manera que yo tengo más tiempo. Pero lo cierto es que los meses que mi madre pasaba con ella para mí eran un descanso. Si es una sola persona la que hace de cuidadora, la enfermedad te termina comiendo, porque además de ser muy dura, no tienes tiempo para nada».

En cuanto al papel que ejercen las mujeres, expresa claramente que si en vez de hermana hubiera tenido hermano, no habría encontrado el mismo apoyo: «Vivimos en una sociedad machista donde es el hombre el que trabaja fuera de casa, y si la mujer también lo hace y surge alguna complicación, es ella la que renuncia. Parece que esta obligación es responsabilidad solo de nosotras».

Conoce bien la invisibilidad de esta labor femenina Inés Moreno, presidenta de la asociación Parkinson Extremadura, que ve a diario cómo afrontan las familias esta enfermedad. «Son mujeres que están 24 horas pendientes de otra persona, pero no aparecen en ningún registro, no cuentan», resume.

Inés conoce a fondo el papel de cuidadora porque ella es una de tantas. A su marido le diagnosticaron parkinson con tan solo 39 años. Ella tenía 34 (ahora cuenta con 58). «Lo primero que pensé fue en mis hijos, que eran muy pequeños. Después tuve una necesidad tremenda de saberlo todo porque sentía que el concepto de cuidadora me quedaba grande, me sonaba muy de lejos», recuerda. Su vida dio un giro de 180 grados. Había que empezar de cero. «Busqué por todas partes qué podía hacer y me di cuenta de que siempre hablaba de la enfermedad y del enfermo, pero apena del cuidador. Y nosotros somos la segunda víctima directa. La que no se contabiliza. La que importa y está al pie del cañón. La que no necesita titulación alguna para hacerse cargo de la situación que le ha tocado vivir», expresa. «Pero nunca me he lamentado de porqué me ha tenido que pasar a mí», quiere apostillar.

Compartir las emociones

Carmen Alcoba Tesón, la neuropsicóloga del centro de día Nuestra Señora de Guadalupe de Badajoz, donde trata a enfermos de alzheimer, entre otros, asegura que una de las claves fundamentales para quienes ejercen el papel de cuidadores es compartir las emociones con el resto de familiares.

Otro de los consejos que da es la importancia de delegar cuidados: «Porque la cantidad de los mismos no equivale a la calidad». Y continua: «La enfermedad no se amolda a nosotros, es al revés, y en ese sentido es muy importante que se planifiquen los cuidados contando con todos los componentes de la familia». Una atención de 24 horas es una labor muy dura para una sola persona.

Alcoba Tesón subraya, igualmente, el apoyo que supone buscar una asociación donde poder recibir información y comprensión. «Y no abandonar nunca las aficiones, eso es fundamental».

Esta neuropsicóloga habla del síndrome del cuidador, en términos generales, como una respuesta inadecuada a un estrés crónico que provoca agotamiento tanto físico como psicológico.

Y divide el proceso en cuatro fases: una primera de estrés laboral (se vive por y para el paciente), una segunda de estrés afectivo (se siente falta de comprensión y apoyo de las personas que se tiene cerca), una tercera de inadecuación personal (aparece el sentimiento de culpa por creer que no se hace bien la tarea) y una última de vacío personal (a la que se llega tras el fallecimiento del ser querido).

«Una mochila para siempre»

«Yo quería que mi hija tuviera una hermana, que no estuviera sola, y ahora me siento culpable porque se implica mucho, porque es muy responsable, y lo que quiero es que haga su vida, porque tiene 26 años, y se lo merece», expresa emocionada Sabina. «Ella es enfermera y siempre está pendiente de nosotras, en ella encuentro mucha comprensión», añade.

Esta madre vive el síndrome de su hija como «una mochila que no te quitas nunca» y una «desgaste emocional diario».

Insiste en la gran ayuda que supone el apoyo incondicional de su marido. Pero añade: «Los hombres son más cobardes y la que tira del carro siempre soy yo. Y también soy la que se lleva la mayor parte del trabajo, porque esto es un sacrificio constante y a medida que se va haciendo mayor es todo más injusto».

También apunta que tener un hijo o una hija con una enfermedad rara es, sin duda, una de las mayores pruebas de fuego para el matrimonio. «Estos niños causan muchas separaciones, más de lo que la gente piensa, porque o bien unen mucho o bien hacen todo lo contrario. Nosotros hemos tenido la suerte de que hemos sido una piña».

Aunque Sabina tiene claro que «la implicación de una madre no es la de un padre». Pero confía en que se avance lo suficiente para que, cuando una familia viva lo mismo que la suya, el reparto de la carga emocional sea más justo. «Lo cierto es que como te entiende otra madre no lo hace nadie».

Pero no quiere que ni por un segundo sus palabras se interpreten como un lamento de lo que le ha tocado vivir: «En voz alta jamás he pronunciado que por qué me ha pasado esto a mí. Para adentro sí me he dicho alguna vez que por qué le ha tenido que pasar esto a ella».