Hay dos tipos de sensaciones inefables por excelencia. Unas son las que sabiendo qué sentimos no somos capaces de expresarlo de forma plena con palabras, como cuando tenemos un sentimiento de enamoramiento, tristeza, miedo cerval o incluso un sueño misterioso. «Tan complicado como tejer una cuerda con arena» decía Borges. En este caso al menos contamos con un lenguaje interno capaz de darnos a entender a nosotros mismos de qué se trata, y aunque no podamos describirlo a los demás de forma fidedigna a través del lenguaje gramatical, podremos escorzar un mal trasunto de ello. Sin embargo, hay un tipo de experiencia sobre la que carecemos de cualquier tipo de control semántico incluso para nosotros mismos: el orgasmo.

Si nos paramos a analizar el tema de cerca y a rescatar los recuerdos de nuestro abolengo de alcoba, seguramente nos asaltarán distintos momentos licenciosos del acto sexual: pensamientos sobre el cuerpo y sus movimientos lúbricos, el baile de miradas procaces o incluso los gemidos salaces que rasgan el silencio de la habitación. En fin, detalles todos ellos de la misma concupiscencia que nimba el acto sexual. Sin embargo, cuando intentemos dilucidar el momento mismo del orgasmo llegaremos a la conclusión de que difícilmente podemos recordar más allá de una sensación medida en burdo nivel de intensidad y número de veces. Y así cuando intentamos describir ese momento nos vienen a la cabeza cosas como las exclamaciones que dijimos: ¡dios!, ¡me muero!, o cualquier otra interjección que lejos de darnos a conocer qué fue aquello, simplemente nos permite simplificar el punto a donde nos hizo llegar. Y lo interesante es que realmente tiene que ser así.

El orgasmo en realidad es el único momento -si excluimos la toma de sustancias visionarias- donde la consciencia se va a permitir una desconexión de la realidad: de lo que nosotros somos, de lo que el mundo es, de lo que la memoria esconde. Fundido a negro. No en vano los franceses lo llaman la petite mort (la pequeña muerte). Es el momento donde nos situamos al borde del abismo, delante de la nada, de la completa ausencia de aferencias externas e internas. Pero a la vez, delante de el todo, pues como decía Nietzsche: «cuando un hombre mira al abismo, el abismo también le mira a él». Y así del vacío absoluto pasamos al encuentro con una fuente de energía telúrica que por un solo instante todo lo puede. No en vano libido significa: pulsión, deseo, pero también energía vital como solía describirla Freud.

Bien he de decir que en esto las mujeres nos llevan mucha ventaja a los hombres, pues tienen distinto tipos de orgasmo según la zona excitada, así como posibles combinaciones de todas ellas, dimanando un hontanar de sensaciones que van más allá de lo que los hombres podemos sentir con nuestro intenso y exógeno -pero simple- orgasmo. Si a eso le sumamos la capacidad de tener orgasmos múltiples en poco tiempo, nos damos cuenta de que aunque parece que es el hombre quien más busca y disfruta con el sexo, no es parangonable cuando estamos en frente de una mujer dispuesta a aprovechar la situación al máximo.

Me atrevo a pensar que para suplir la falta de palabras reinante a la hora de describir el orgasmo podríamos partir de los conceptos que son usados en el mundo de las sustancias psicoactivas, pues sus efectos se asemejan mucho a los de éste, si bien varían obviamente en intensidad y extensión temporal. Pero aquí tenemos la ventaja de que contamos con un acervo literario algo menos censurado que el dejado por los escritores perdularios. Así sabemos que los griegos ya hablaban de los efectos enteogénicos (dios dentro), que las tribus del amazonas usaban combinaciones de lianas para dar con la ayahuasca (el espíritu arrojado), que los árabes hablaban del alcohol (al-kukhu) como el espíritu de la sustancia, y que éxtasis (subida, plenitud) era palabra griega usada ya para describir sensaciones voluptuosas y momentos que no eran dependientes del tiempo, sino que permitían una parada del mismo o incluso contenerlo enteramente en cada instante.

Pero aún sin el lenguaje necesario para describir el orgasmo tenemos la suerte de que no dejaremos de disfrutar de aquella sensación, pues se trata de una comunión personal con la última instancia del universo, y el hecho de que esté rodeada de misterio e inasibilidad nos permite disfrutarla sin vernos en la obligación de entenderla y mucho menos de controlarla. Y eso definitivamente nos libera y nos permite centrarnos en disfrutarlo como si fuera el fin último por el que estamos aquí.