¿Podríais ir a casa a poner la vacuna a Germán, por favor? Y otra cosa: sigue con mucha fatiga, a ver si puedes echarle un vistazo. Mil gracias». El e-mail de Rosa se desliza por mi bandeja de entrada. Reside en Madrid y es hermana de Germán, paciente aquejado de una grave enfermedad mental que vive en el pueblo con su madre, Sole, ya mayor. Desde la distancia, Rosa está pendiente de ambos y, cuando es necesario, recorre las dos horas y media de camino que los separan para acompañarlos en las visitas hospitalarias o en sus cada vez más frecuentes ingresos. Tiene que hacer juegos malabares para llevarlo todo adelante, pero ha encontrado en el correo electrónico la oportunidad de hablar con el médico del pueblo y tener un mayor control sobre la salud de su familia.

El motivo del ahogo de Germán es una descompensación cardiaca. De hecho, la última ocasión en que fue al consultorio para la prueba del anticoagulante estaba tan agotado que Mar, la enfermera, le dijo que la próxima vez mejor llamara y le visitaríamos a domicilio. Pero él nunca llama. Durante un tiempo, cuando íbamos a su casa era para llevárnoslo a la Unidad de Salud Mental. En los últimos meses, los ingresos han sido causados no tanto por la violencia de sus crisis, sino porque su madre no puede ya con tanta carga. Sole está más bien para que la cuiden a ella. Las tres horas semanales de ayuda a domicilio que reciben son insuficientes.

Durante la primera ola de la pandemia, Germán dejó de tomar la medicación. Se volvió huraño y suspicaz, y fue la hermana quien dio la alarma. Nos coordinamos con Salud Mental, y finalmente retomó el tratamiento. Desde entonces, los síntomas psiquiátricos se han estabilizado. Pero ahora que no hay brotes en el pueblo, es el corazón el que le confina en casa. Un poco por necesidad, un poco porque el roce hace el cariño, Germán ya se deja cuidar por nosotros en su casa, su fortaleza.

Cuando la enfermera termina la ronda de vacunaciones y yo la de llamadas, nos ponemos en marcha. Germán nos recibe con una gorra de la Selección española: el fútbol y la política son su conversación preferida. Pasa las horas del día y la noche pegado al transistor y leyendo la prensa. Tras el reconocimiento, para alivio de Germán, el corazón aguanta. Y mientras le vacunamos, comenta con picardía: «Hay quien dice que contienen imanes y microchips, pero quienes piensan eso están majaras».

La revolución que trajo el virus

A la vuelta de casa de Germán no hay nadie en la sala de espera, pero aún queda mucho por hacer. Aquí, una de cada tres consultas ha dejado de ser presencial, aunque la actividad es el 30% mayor que antes de la pandemia. El teléfono no para y, como en los consultorios de los pueblos pequeños no hay administrativo, Mar y yo respondemos a las llamadas. Dudas, papeleo, citas, revisión de enfermedades crónicas y problemas leves de salud se resuelven por teléfono. Pero hay cosas que requieren el cara a cara, como extirpar un quiste, evaluar los síntomas de un anciano que pierde la memoria o auscultar el pecho de un bebé con fiebre.

De hecho, lo del teléfono no es ninguna novedad. La primera vez que lo usé, hace ya más de una década, la paciente se emocionó: «Nunca antes se había molestado un médico en llamarme a casa», me dijo. Aun así, lo que hace que el teléfono sea resolutivo es que el paciente sienta que hay alguien de confianza al otro lado. Aquí es más fácil, todos nos conocemos. Los jóvenes usan cada vez más el e-mail o incluso Whatsapp o videollamadas; los mayores prefieren lo de siempre: el tacto, la mirada, la complicidad de las palabras sin cacharros modernos de por medio.

En los consultorios rurales casi todo se solventa en el día. Peor van las cosas en los centros de salud urbanos y en el hospital, donde las esperas se hacen eternas. Cuando la lista se engrosa y los recursos merman, echo mano del olfato clínico, para discernir cuándo es mejor esperar a que la naturaleza siga su curso y cuándo hay que quemar el cielo para llegar a un diagnóstico. A veces me veo como un bailarín, balanceándome entre las sombras de la enfermedad mientras acompaso el ritmo a las emociones de los pacientes. Aunque en los últimos tiempos el compás de la consulta es tan apresurado que mi trabajo se parece más al baile de un chamán en plena catarsis.  

Uno de los colectivos que más ha padecido la pandemia ha sido el de los ancianos que viven solos y recluidos en sus casas. Durante la primera oleada, se suspendieron los cuidados a domicilio y las familias, confinadas, tuvieron que ingeniárselas para hacerse cargo de sus mayores. Vecinos y voluntarios se organizaron para atender como podían las necesidades de quienes viven en la más áspera soledad. El número y nivel de dependencia de quienes no se valen por sí solos ha crecido en los últimos años al tiempo que escasean las cuidadoras.

El doctor Enrique Gavilán y la enfermera Mar Serrano, durante su jornada en Mirabel, localidad extremeña de 660 habitantes. MANU MITRU

Cuidados descuidados

Las trabajadoras sociales tienen dificultades para encontrar profesionales tituladas. Quienes disponen de más recursos pueden permitirse contratar a cuidadoras que suplen la falta de formación con la mejor de las voluntades. Algunas familias de migrantes se han trasladado en los últimos años a pueblos del entorno: ellas cuidan de los mayores, mientras ellos trabajan en el campo. Son empleos en general abusivos y mal pagados.

En Mirabel son dos las cuidadoras contratadas por el Ayuntamiento para la ayuda a domicilio. Reme es como una hormiguita, se mueve nerviosamente pero sin ruido de casa en casa, y por las tardes echa horas limpiando hogares. De 10 a 11 de la mañana, de lunes a jueves, atiende a Marisol, divorciada de un hombre que la vejaba. Perdió una pierna a causa de una infección hace 30 años, y un hijo en el andamio en 2020. Cada tres días recibe a Mar, la enfermera, que cura con mimo el muñón para evitar que el roce con la prótesis ahonde la úlcera crónica que amenaza con infectar lo que le queda de pierna.

Otra de las usuarias de Reme es Dori, que antes del covid ya vivía en un confinamiento casi perpetuo. Hace años que no puede subir a la planta superior. La soledad le ha hecho volverse un tanto desconfiada, aunque en cuanto le nombras a la patrona local, la virgen de la Jarrera, se le ilumina la cara, te enseña las fotos de la comunión de su hija y saca a relucir su más escondido tesoro: su sonrisa.

El consultorio de Mirabel, como muchos otros, corre serio riesgo de ser desmantelado por la escasez de personal y la despoblación. MANU MITRU

La otra cuidadora, Juana, va a otras tantas casas. Entre ellas estaba la de Paquita, viuda prematura que también sufre deformidades en las piernas que le impiden salir a caminar. Fue intervenida del corazón en Madrid hace unas semanas y la cosa se complicó. Ni con la ayuda de Juana podía manejarse en casa, así que la trabajadora social aceleró los trámites y le consiguió plaza en la residencia de Mirabel. Puro nervio, a Paquita le cuesta adaptarse a su nueva forma de vida.

En la residencia viven medio centenar de ancianos. Ingresar es el destino habitual de muchos que, como Paquita, comienzan a perder su autonomía. El coronavirus dejó una terrible impronta en sus memorias, con un brote que afectó a más de la mitad de los residentes y se llevó la vida de cuatro ancianos. Los residentes ahora pueden, al menos, asomarse a las terrazas, desde donde se divisan los pueblos de la vega del río Alagón, hacia los que muchas familias mirabeleñas se trasladaron en los años 60 buscando tierras de regadío con que sustentar su economía. Aunque el declive demográfico de los pueblos de secano de la zona ya había comenzado años antes, con la emigración hacia la España industrial. Tras la llegada de la democracia, los siguientes en irse fueron los que aspiraban a vivir de su talento, y no de sus brazos. Con todo, ya solo queda un tercio de los habitantes que fueron en los años 60, la tercera parte mayores de 65 años.

De la gran ciudad al pueblo pequeño

El envejecimiento y la despoblación han cambiado la estructura de los pueblos, pero hay otros factores que afectan al día a día en los consultorios. «Muchos de los obreros que emigraron a los cinturones industriales de Madrid, Euskadi y Barcelona, una vez retirados, pasan la temporada estival en los pueblos que los vieron nacer», afirma Javier, médico de Serrejón, en la otra punta de Monfragüe. Los veraneantes, al son de las verbenas y los mercadillos, convierten temporalmente los pueblos en pequeños parques temáticos de la ruralidad. El confinamiento por la pandemia se presuponía más llevadero en el campo, y por eso muchos habitantes de la ciudad decidieron irse al pueblo. Solo un pequeño porcentaje de estos emigrantes, jubilados la mayoría, ha aprovechado para establecerse; el resto vive a caballo entre dos residencias, en un incómodo limbo administrativo sanitario que reta las invisibles divisiones entre autonomías. Al historial médico no se puede acceder de un sistema sanitario a otro, por ejemplo, y el acceso a especialistas es más limitado cuando la tarjeta es de otra región.

Manuel es uno de esos desplazados que vive entre la casa del pueblo y el piso de la capital. Coincidiendo con el inicio de la pandemia, empezó a perder la voz, el aliento y un puñado de kilos. Reconocí los síntomas y le advertí de que debía ser valorado en el hospital. Pero al tener la sanidad oficialmente en Madrid, debía ser allí donde le empezaran a investigar o solicitar su traslado al sistema sanitario extremeño. Manuel, temeroso del virus, se hizo el fuerte y le dijo a su esposa que ya se le pasaría. Cuando la situación se hizo insostenible, Sara, su mujer, llamó a los hijos para que los recogieran y se presentaron en las urgencias del hospital de su barrio de Madrid. Finalmente le operaron y tras la quimioterapia se ha quedado tan débil que han preferido volver para empaparse del vigor del aire que sobrevuela los riscos de su tierra natal.

Otro fenómeno que está cambiando el paisaje rural es el de los neorrurales. «En general, ahora son personas sin arraigo en el pueblo, que suelen venir solas o en parejas, y tienen poco contacto con los vecinos», señala Belén, médica del cercano Mohedas. Muchos intentan salir adelante aprovechando sus habilidades con las chapuzas, como Marcelo, que llegó huyendo de sus fantasmas; o tratando de vivir de su sensibilidad con las artes, como Luz, que busca en la dehesa la paz que su exmarido le arrebató. Algunos han emprendido negocios ruinosos de agricultura ecológica o de turismo rural, y han tenido que lidiar con el recelo de los paisanos. Entre unos y otros, desde el inicio de la pandemia, los empadronados se han incrementado el 8%, un leve respiro en las estadísticas que no soluciona el asunto demográfico de la pérdida de población.

Dori no puede subir a la planta superior de su casa, y aprovecha la visita de la enfermera para pedirle que suba a por cosas que almacena arriba. MANU MITRU

La Sanidad Vaciada

Los habitantes de la comarca de Sepúlveda, en el norte de Segovia, se han estado movilizando contra los planes de cierre de consultorios rurales. Igual ocurre en pedanías de Lorca, el Maresme o el valle de Benasque. Los manifestantes insisten que no piden privilegios, sino «respeto» y garantías de una «sanidad rural digna y de calidad». Primero fueron las oficinas de correos, las paradas de tren, las sucursales de las cajas de ahorros... Los nuevos edificios fantasma de los pueblos son los consultorios. 

Castilla y León es epicentro y cocina de la Sanidad Vaciada, pero no su único escenario. Epicentro porque concentra la mayor tensión entre administración y ciudadanía por el futuro de los consultorios. Y cocina porque es el lugar de experimentación de la reestructuración que ya se está implementando y que la pandemia ha llevado a su punto de cocción. El plan castellano contempla la concentración de la asistencia sanitaria en centros localizados en las poblaciones más grandes, dejando los consultorios cerrados o disponibles solo previa cita concertada. El cierre podría afectar a 6 de cada 10 consultorios rurales.

Los médicos de Extremadura se preguntan con preocupación si sus consultorios van a ser los próximos en contagiarse de esta otra epidemia. El desmantelamiento de la sanidad rural no es un fenómeno nuevo, aunque nunca antes se había planteado de forma planificada, ni se había topado enfrente con tanta oposición. Los principios de la economía de escala parecen en disputa con los de la sanidad rural, y las personas -pacientes y profesionales- quedan atrapadas en medio del fuego cruzado.

Último reducto

Marga me contacta. Quiere que vaya a ver a Damián, su padre, que tiene un tumor en la vejiga para el que ya no hay solución. Ya no sangra por la sonda de la orina, pero el dolor y la angustia le impiden pegar ojo. Aún puedo ir al domicilio, detenerme y escuchar, pero cada año es más complicado hacerlo con la calma que requieren estos momentos, porque la falta de personal obliga a compaginar la consulta con la de otros pueblos cercanos si algún compañero está ausente.

En el geriátrico, el mé́dico intenta colocar a una residente en la postura adecuada para una exploración ginecológica. MANU MITRU

Mar, la enfermera, habla con Damián. Sus sollozos desentrañan el porqué de los desvelos: a pesar de los esfuerzos de su hija por ocultarle el pronóstico, él intuye que no le queda mucho tiempo. Mientras, con la hija planificamos cuándo retirar la sonda, cómo aliviar sus síntomas, cómo será en definitiva la vida en los meses que Damián precise de sus últimos cuidados. Marga no espera que nadie salve la vida a su padre, pero sí que haya personas que estén ahí, que sepan cómo ayudarles a sobrellevar el trance que separa la vida de la muerte.

La expectativa de Marga define qué es, en esencia, la medicina rural: presencia y escucha. No va de salvar vidas, sino de acompañarlas. Lo que la gente de los pueblos espera son profesionales que estén ahí, presentes en sus vidas como un punto fijo al que anclarse en caso de necesidad.

Mar y yo nos sentimos unos privilegiados. Cumplimos con nuestra obligación hasta un punto de que a veces, como escribió Franz Kafka, «supone ya una exageración». Pero disfrutamos con nuestro trabajo y por ello oteamos con preocupación los cambios que se avecinan en la sanidad rural, a los que nos resistimos. Quizá los pueblos suponen el último re ducto de una forma de entender este oficio. El modo de vida rural moldea cómo ejercemos nuestra profesión. El porvenir de la sanidad rural va inevitablemente de la mano del futuro de los pueblos.