Leo en el magnífico Magnificat (justísima redundancia) que en Japón algunos ancianos delinquen para ser encarcelados y no estar solos. Una mujer, tras su primer robo, explicaba la amabilidad con que la había tratado la policía en comisaría. Se sorprendió que no callaran y se encogieran de hombros, que no la ignoraran. Ya es triste que olvidemos los comienzos del Génesis cuando dijo Jehová Dios: «No es bueno que el hombre esté solo». Siempre es preferible estar bien acompañado. Por si fuera poco, en lo que queda de Inglaterra la extinta primera ministra iba a crear un Ministerio de la Soledad. ¡Ellos, que se están quedando solos! Estas cosas suceden en tiempos de conexión total entre internet y redes sociales pero, cuando apagas la pantalla te quedas a oscuras y solo.

Hace años que voy al Asilo (no precisamente los días 28 y de paso) y veo los esfuerzos titánicos de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados por paliar la soledad de los mayores, cómo se esfuerzan callada y discretamente en ese oasis de solidaridad que es el Asilo. Allí no te olvidan ni descubren tu ausencia por facturas impagadas o mal olor; allí se constata que, si necesitamos a otros para sobrevivir, más cuando pintan canas, mirando a tu lado te encontrarás sosegadamente a alguien que quizás te recuerde el «efecto barriada», esto es: como el trato cara a cara puede hacerte mejor, más sano y feliz; porque ayuda a no sentirse aislado socialmente.

En el Asilo siempre hay una puerta abierta. La compañía, el sitio, la luz, atemperan el miedo, disipan el horror y el espanto y te consuelan o te escuchan. Tener gente alrededor, a las personas corrientes, les produce un efecto agradable mientras que sentirse solo es malo. Sentirse solo es enfermar. Intento escribirles la columnita sobre la soledad y la compañía, no sobre sentirse solo, que es otra cosa. Hay personas que están en la tribuna del Romano o un martes de mercadillo y se sienten solas, más vencidas, desbaratadas y solas que la una. Eso, es otra cosa, puede ser la amargura de una vida que no discurre como se esperaba, lo que pudo ser y no fue. Para ellos suena como una imprecación: ¡Dios mío, que solos se quedan los muertos!