Mi querido Jorge acompañó a sus padres a un funeral en Santa María, la Concatedral emeritense, y al volver a casa llamó aparte a su mamá y compungido le inquirió: «Si papá se muere, ¿quién nos hará el arroz?», demostrando que la inteligencia down es un arcano que va más allá de dónde nosotros (los del cromosoma de menos) no llegamos. Los arroces de Carlos entre los canchales de Mirandilla no rozan lo sublime porque, sencillamente, habitan allí, de tal modo que figurarían en el estrellado firmamento Michelin. Y eso quien los probó lo sabe. Estando buenos, que lo están, a mí lo que me va de molde es el socarrat, esa clave culinaria de lo que es una excelsa paella.

El socarrat es el arroz crujiente y tostaíto (torraet) que se queda pegado en la base de la paella pareciendo quemado pero no lo está porque mantiene la sabrosura de los ingredientes, sobre todo el tomate, que se le pegan por efecto de la caramelización. Imprescindible, como Carlos, para ser buen cocinero tener las manos limpias, añado aquí. «Me gustas, socarrat» está en el ranking de actitudes cívicas: parecer quemado sin estarlo, que te tilden de rarito y fingir que no te importa, quedarte hasta el final cuando todos se han ido, bailar pegados al fondo hasta que te raspen, nunca perder ocasión de combinarte con alguien (carne o pescado); el socarrat, como el amor, tiene efectos calmantes, siempre llega a su destino y obra bien, obra muy bien; mientras lo pruebas nunca tienes miedo porque su deleite aleja malos pensamientos. Rememorando a no sé quién considero que para ser feliz basta buena salud, mala memoria y consumo moderado de socarrat (que eso nunca se olvida). Fíjense cuanto lo aprecio que les tengo dicho a mis hijos que cuando muera me entierren con un rosario en las manos y un platito de socarrat a la altura del estómago (para que gocen mis gusanos). Estos meses, socarrat, dejé de verte, pero nunca dejaré de quererte.