En Roma, Ciudad Eterna, en la estación Euclides del metro (que ellos llaman trenino), en la pared del túnel hay una gran pintada en la que se puede leer: "Teresa, pemanente en la mía mente". Teresa perennemente en mi mente, en mi cabeza. Supongo que el del grafiti había saltado las vías para poner bien grande su declaración de amor y que su chica se topara con ella cuando cogiera el trenino. Pero es que saliendo de Roma, en la piedra de una montaña, hay como esculpido: "Hoy también he pensado en tí".

Las dos pintadas reflejan una misma realidad: el amor arrastra el pensamiento. El novio piensa en la novia. La madre en el hijo. El abuelo en la nietecita Mercedes, el amigo en el amigo. Te amo y, por tanto, pienso en ti. ¡Y cómo no nos va a pasar lo mismo a los católicos con el Señor, o con su Madre, vida, dulzura y esperanza nuestra! Porque con el mismo amor que amamos a las personas amamos a Dios. No tenemos otro. Un solo corazón, para los seres queridos y para Dios. Y con los mismos mecanismos, sístoles y diástoles, porque los modos y hasta los espasmos que utilizan los enamorados son los mismos que utilizamos para expresar nuestro cariño al Amigo que nunca falla o a su Madre del Cielo: las flores, las palabras encendidas, los piropos.

Eso que san Agustín llamaba jaculatorias: oraciones breves y vibrantes lanzadas como flechas, dardos, y con las que expresamos amor, socorro, confianza, solicitud de ayuda y gracias, ¡muchas gracias! Los que se quieren casi siempre se dicen las mismas cosas, pero bendita monotonía si está dicha con amor. Pero no basta con decir, hay que hacer, no vayamos a escuchar el reproche de que amamos con la boca pero nuestro corazón está lejos. Y yo, a la Virgen, le digo lo que escucho en mi Cofradía de la Sagrada Cena, tres palabras nada más, pero son sinceras: Guapa, guapa, guapa.