Dicen que cuando el ingeniero e inventor italiano Corradino D´Ascanio le presentó, hace setenta y cinco años, el modelo de moto que le estaba diseñando al empresario Enrico Piaggio, este exclamó: Bello, mi sembra una vespa (bonita, me recuerda una avispa). Y una Vespa tenía mi padre para desplazarse desde la fábrica de papel (Papelera Santa Eulalia S.L.) a Mérida a recogerme por las tardes a la altura de la fuente de agua (hierro verde) que estaba en lo alto de la Rambla, justo donde ahora hay una estatua de la Mártir; estatua ambigua que también valdría en caso de duda para cualquier otra devoción. ¿Por qué unos recuerdos están anclados en la memoria para siempre y otros se van diluyendo? Es un misterio que desde la verdadera patria, la infancia, unas cosas sobrevivan y otras pasen.

Pues la Vespa de papá sigue ahí, con aquel pop pop pop tan característico de su motor al ralentí (solo la Harley de mi cuñado Fernando emite algo parecido) y la inconfundible postura de mi padre sentado en la escúter (así las llamaban) y digo bien sentado porque en las otras ‘míticas’, que diría Pelín de su Lambretta, la moto se llevaba entre las piernas. Algo nos toca a los emeritenses todo lo italiano, sin ambages digamos claro que somos la otra Roma, y la Vespa como diseño no tenía parangón desde los tiempos de nuestro abuelo Augusto con sus cuadrigas y sus carros.

Ahora a la Vespa la llamarían escúter vintage pero convendremos que la imagen de paseo sin prisas, de ir saludando sin caerte (típico del Hornito), de llevar la compra entre las piernas y el aire en la cara hacía de la Vespa un modelo popularísimo. La Vespa era una moto tranquila para unos tiempos que no lo eran tanto aunque comparados con los de ahora para qué contar. Ahora se va más rápido en todo: se sobrevalora lo instantáneo y lo sucedido ayer importa poco pues ya es historia. Todo pasa y nada queda. Pero la Vespa de papá sigue ahí.