Muy señor mío: Yo era feliz apañándome a hurtadillas en la cocina, comiendo las sobras de la cena, cortando un poco por allí, un trozo por allá, abriendo la nevera a deshora pero, ha sido aparecer el brócoli y… ¡cuánto daño ha hecho su invento! Junto a la ensalada de lechuga el brócoli encabeza la lista negra (y verde) de mis comedores. Es inodoro, insípido y de un verdoso ofensivo; es mentira que ‘eso’ tenga propiedades beneficiosas para la salud. ¡Vamos, hombre! Todo lo contrario, el brócoli es antesala de la depresión e inicio de la melancolía. Echo de menos su capacidad para combinar con el cerdo en cualquiera de sus variantes, su ausencia de interés por los estofados, su imposible ligazón con la merluza, su rechazo a la empanada, su aversión a los pasteles (y menos, dulces). Frente a la alegría de comer y beber está la tristeza del brócoli porque mientras la buena comida une a las personas el brócoli las separa. Con el brócoli una buena comida es solo un recuerdo lejano. Y un síntoma preocupante de que ya no se come bien o, peor, porque cuando por fin se come bien los cursis lo llaman «experiencia gastronómica».

Y no me diga que soy antiguo gastronómicamente hablando; es verdad que soy de cuando las mujeres llevaban enaguas, los coches radio casete extraíble, no existían libros de cocina (las 1.000 recetas aparecieron en los 80) y el amor más sincero era el amor a la cocina, pero si ya decía Zeldin que la gastronomía es el arte de utilizar los alimentos para producir felicidad, debo concluir que el brócoli no es cocina, dudo que sea alimento pues retrae el gusto y no vale ni como laxante.

Aunque no todo es negativo, gracias al brócoli he descubierto que para adelgazar hay, por lo pronto, que pasar hambre durante mucho tiempo, justo la que se pasa cuando engulles brócoli, tanta que no me extrañaría que fuera componente secundario de la Astra Zeneca. ¡Toma castaña! Castaña en vez de brócoli, claro.