Como estoy de baja no voy a ninguna parte y lo de baja es un término raro pues estando jubilado sería una doble baja y no me quiero liar (más, si cabe) con estos aspectos colaterales de la vida. Eso sí, recibo en casa y es un gozo comprobar la generosidad de mis amigos. Incluso Pelín se acercó a la hora de la siesta y de los repartidores de mensajerías (que es la misma) para entonarme un poema: «Qué callada quietud, qué tristeza sin fin / Qué distinta Mérida si me faltas tú». Le dije que eso era de Charles Aznavour y que se podía haber molestado en escribirme algo propio a lo que objetó que no me quejara porque el 99% de lo que recibo por Whatsapp es reenviado y eso que dicen ser mis amigos, conocidos o chateados quienes lo hacen.

«Ves, dice Pelín, yo no tengo ese problema» y, en eso, dice verdad porque siendo fantasma no necesita esa aplicación y, además, la considera un invento perverso con la misma capacidad de convocatoria que el sexo (en qué estaría pensando) por mucho que tenga 2.000 millones de usuarios en todo el mundo (que ya son ganas) y unas condiciones de uso que solo benefician al dueño, un tal Mark Zuckerberg que se reserva en plan Gran Hermano todos los derechos sobre nuestros datos en plan lentejas, si quieres las comes o... y no les digo nada de sustituir incluso las conversaciones por los mensajes de voz recíprocos; yo te envío uno, tú me contestas con otro pero no hay charla ni trato. O los habituales chats soporíferos. Un horror, sí. 

Antes de que se me embale, le digo a Pelín que esto tiene remedio y que siempre queda la solución de no usarlo o de emplear el sentido común en su uso, algo que no se hace. A todo esto yo iba a escribirles sobre apagar la luz antes de que llegara Pelín y me impostara la vieja frase periodística: «No dejes que la realidad te estropee un buen titular».