Hubo un tiempo (lejano) en el que antes de los partidos del Mérida sonaban marchas de Strauss, en el intermedio olía a pestorejo asado y en la Legión Equis ya existía el Nevado. Hubo un tiempo lejano en el que aquí jugaban el Calvo Sotelo, Boetticher y Navarro, Manufacturas Metálicas Madrileñas y Plus Ultra (que nos ganaba siempre). Hubo un tiempo en el que nos llamábamos Mérida Industrial, la Cepansa tenía equipo de fútbol (que no era malo) y hasta la Renfe, la Radio o los Productores tenían equipos de fútbol. El Imperio ya estaba allí, los balones eran cosidos y el Frente de Juventudes tenía al San José. También aparecían (y desaparecían) el Calvario, el Real Móvil o el Hoac. Pareciera que en aquel tiempo los jóvenes no tenían otra cosa que hacer que jugar al fútbol. En los banquillos (nunca mejor dicho pues eran chiquitos) solo había jugadores, entrenador y utillero (para todo); ni médicos, ni fisios, ni analistas ni nutricionistas arrimaos. En ese tiempo los futbolistas duraban una barbaridad, se echaban novia en Mérida, se casaban y se quedaban a vivir aquí. En ese tiempo las alineaciones eran las mismas la temporada entera, a los jugadores te los cruzabas por la calle y a los árbitros se les tiraban sillas metálicas a la cabeza (desde la presidencia). 

En aquel tiempo en el fútbol la indignación, como los elogios, duraban más, ahora no duran nada como si la vida fuera más fugaz o yo ya esté en la prórroga. Aquello era fútbol de proximidad, los centrocampistas eran ‘volantes’, el fuera de juego ‘orsay’ y había una gran afición, cierta ilusión, repetida temporada tras temporada, y unos directivos tan volantes como los centrocampistas. Lo importante no era ascender sino disfrutar de los partidos, ver esforzarse a los jugadores ya era victoria y, como en la vida, había recompensas y castigos que no merecíamos. Y en esto llegó Pepe Fouto y empezamos a soñar.