Para unos, Manoel de Oliveira (Oporto, 12 de diciembre de 1908) es el último maestro del cine europeo; en cambio, para otros, se trata de un cineasta cuya lentitud enerva. Sin embargo, esta falta de consenso convierte la figura del realizador portugués en un director indiscutible, cuyo reconocimiento internacional obligó a los cinéfilos a detenerse, de nuevo, en el cine portugués, casi olvidado, pero reverdecido gracias a Joao Botelho, Joao Cesar Monteiro, Teresa Villaverde, Pedro Costa y, por su puesto, a Oliveira.

En sus películas se perciben una estructura uniforme y la lentitud del desarrollo de la acción, en la que las palabras y los contenidos cobran más fuerza que la propia acción. El movimiento de la cámara es escaso y con el único objetivo de mostrar un objeto, un detalle, una expresión, pero siempre relegando lo superfluo. Sus trabajos no se pliegan al cine hegemónico, comercial y de modas, y define sus películas como "un instrumento de resistencia creativa frente al poder de Hollywood". De hecho, algunas de sus obras duran más de seis horas y en ellas alterna las adaptaciones de obras teatrales de gran fidelidad con versiones libres de textos clásicos.

Manoel Cándido Pinto de Oliveira procede de una familia de la burguesía industrial lusa. Su padre inculcó en el joven Manoel la pasión por el cine a través de Charles Chaplin y Max Linder, con quienes pasó larga tarde en las salas del cine en compañía de su progenitor. Sus inicios se remontan al año 1928 cuando se inscribió en la Escola de Actores de Cinema y a la compra de una máquina Kinamo con la que rodó Douro, Faina Fluvial , filme mudo que se estrenó en septiembre de 1931 (la versión sonora de esta película data de 1934) y que desencadenó virulentas críticas en Portugal y elogios en el extranjero. Pero estos comienzos no se correspondieron con los deseos del cineasta, quien pasó 14 años sin acercarse a una cámara.

RECONOCIMIENTO

La década de los 60 marca un punto de inflexión en su carrera. El mundo del celuloide descubre la obra de Oliveira y comienza una etapa de consagración, homenajes, premios y reconocimientos internacionales: Europa le abre sus puertas (homenaje en el Festival de Locarno, proyecciones de sus películas en París, premios, buenas críticas y la polémica, que siempre le acompaña).

Premios como la medalla de oro a toda su obra (1980), el Carreira otorgado en 1995 por la Sociedade Portuguesa de Autores (SPA) o el premio al mejor realizador concedido por la cadena de televisión SIC en 1997 refrendan sus trayectoria profesional. A este conjunto se une el concedido por la Junta de Extremadura Premio Extremadura a la Creación a la Mejor Trayectoria Artística de Autor Iberoamericano.

Su carrera ya es imparable y este ritmo, casi frenético, que le impone el éxito internacional se plasma en su filmografía, muy prolífica, puesto que rueda un largometraje al año, costumbre que comparte con Woody Allen. Esta capacidad creadora, sorprendente para algunos, no supone ninguna excepcionalidad para él, que se considera un artesano, un creador que trabaja despacio y con cuidado siguiendo su inspiración y su capricho como un orfebre antiguo: "Los artesanos somos creadores; y un creador crea sin parar, si no se muere".

Los dislates de la sociedad actual calan en su ser, de donde salen en forma de metraje. De hecho, su corazón alberga el sentido trágico de la vida y se lamenta de la herencia que esta sociedad cederá a las generaciones futuras, un legado en el que el insaciable consumismo lleva a la civilización a perder pie y en la que prima la confusión y el vacío. Una de sus últimas creaciones cinematográficas, Vuelvo a casa , refleja el tormento que el nuevo siglo impone al mundo: "El hombre ha olvidado que es una criatura. El cree que es un creador. Por ejemplo: supo crear la bomba atómica, pero no supo prever las consecuencias", comentaba con derrotismo cuando recibió la Palma de Oro de Cannes por Vuelvo a casa , en el 2001.

Esta visión crítica de la civilización suele ser una constante en sus filmes, como en el último La civilización es la perversión , estrenado en marzo de 2003 en España, con Leonor Baldaque, Isabel Ruth y Ricardo Trepa, y sobre el que matiza "el hombre se rige por normas que van contra la naturaleza. Los animales irracionales siguen los impulsos y son libres. Nosotros nos imponemos una ética, y toda ética va contra la libertad natural. No hay mayor perversión que la civilización. No hay una trasfondo moral en la película. Es una visión crítica de un modo de vida muy europeo".

Junto a su crítica ácida de la sociedad, carga sus películas de símbolos como los ríos y los puentes. Los ríos porque simbolizan la vida y desembocan en el más allá, y los puentes porque conectan dos orillas, "como las palabras enlazan las conceptos", matiza De Oliveira.

A pesar de su pesimismo, se considera un realista y desde sus filmes lanza al ciudadano señales de peligro para que rectifique y tome la senda conveniente.

Mientras se apagan los rescoldos del éxito de su último largometraje, el cineasta trabaja en sus nuevo trabajo, Una película hablada , en la que intervienen actores de la categoría de John Malkovich, Irene Papas, Catherine Deneuve, Stefania Sandrelli, entre otros, y en la que continúa con su particular visión de la civilización mediterránea, adentrándose en la raíz de occidente.