El día en que empezó a llover ese invierno era el que debía salir hacia Barajas y el viento salió a trastear entre los árboles y la ropa tendida. La lencería que compró en su último viaje a París desapareció sin dejar rastro. Voló, quizá, hasta la ventana del vecino del octavo, un hombre que, como el viento, no se sabía nunca si iba o venía. En la farmacia las conversaciones trataban sobre la borrasca que, pronosticaba puntualmente los huesos de un portugués entrado en carnes y propenso a los ataques de gota.

Dando el parte de los que habían

sucumbido al frío, disertaban, engolados, sobre la fugacidad de la vida, un abogado de la vieja escuela y un operario de Renfe jubilado. La cafetería de al lado recibía a sus parroquianos y la plaza al olor de chocolate con churros, tan acogedor que ralentizaba los saludos. La iglesia hasta las doce andaba un poco alicaída, pero no perdía detalle. En su umbral las confidencias se picoteban, irresistibles, como el pan recién comprado, aunque el mal tiempo las volvía escasas.

Ante el quiosco, se barruntaban

los planes de la tarde, con o sin visita, con o sin cine. Y eso determinaba el número de revistas y periódicos que uno se llevaba para alimentar las horas y pertrecharse contra esa tristeza boba que cala los domingos por la tarde. Chispeaba y, por eso, con un ramito de tulipanes amarillos, su baguette y los diarios, Lissette apresuró el paso.

Lissette en realidad se llama Pili.

Pero, tanto ella como yo decidimos anoche, delante de un dry martini, que Lissette conviene más a una protagonista de cuento, que además es un cuento corto, como los pasos pequeños que dan las francesas al caminar. Lissette llevaba foulard rojo, carmín en los labios y jersey azul marino bajo un abrigo masculino. Perfume de naranja amarga. A Pili le chiflaban los bailes latinos, pero para Lissette elegimos un ritmo de swing. El acordeón o la «Vie en Rose» habrían resultado demasiado obvios. Por eso pensamos que entrara en su portal silbando a Benny Goodman.

Descalzándose las bailarinas, puso

a hervir agua. Sujetó su pelo enroscándolo con un lápiz y miró por la ventana. Llovía con fuerza. Los agricultores respiraban y ella suspiraba. Desde su apartamento no podía oler la tierra, ni ver cómo los caracoles avanzaban escapándose de los parterres de los jardines. Le gustaban los caracoles. Van a su aire. Son independientes y lentos. Un té, un trozo de tarta de zanahoria y se replega en el sillón arrebujándose con una manta. La gata trepó hasta ella. A gustito. Y sentó al periódico a su lado para hacerse compañía y que le contara cosas.

Era como ir de paseo sin salir,

sin pasar frío y que le salpicaran los coches al pasar. A la escuela sin madrugar. Y era como ir de viaje también. Saltando, sin hacer maletas, de un mundo pequeño a otro grande. Alcanzable entre sus manos, cuando pronunciaba los nombres bisbeseantes, tozudos, de países lejanos, o veía las fotos de las palmeras tras el perfil del reportero y las cumbres de las montañas nevadas, escenario de otras cumbres menos luminosas y límpidas.

Cada día se detenía un rato junto

a las esquelas, sacaba el pañuelo y a unos les preguntaba por su vida, ya saben, si había sido buena, si había sido larga, y a otros, los que aparecían bajo el nombre del finado, les daba el pésame. Cuando terminaba de pasear a sus anchas, desde el editorial hasta la cartelera, sacaba las tijeras del costurero. Recortaba las nieblas sobre la dehesa, el olor del brasero de picón, algún titular curioso sobre su ciudad, los cielos más estrellados, el sonido de los picos de las cigüeñas, un tren que nunca llega. Después, anotaba la fecha y los guardaba en una lata de galletas. Y así desde que recordaba. Un ritual idéntico que antes dibujaba sobre las rodillas de su padre. Cada diciembre cogían en Atocha el «Puerta del Sol», desde el que veía alejarse a un Madrid azulado y al jefe de estación, con sus hojas de periódico protegiéndole el pecho del frío, asomando bajo el uniforme. París, y cada vez la misma emoción de su abuelo, esperándolos en el andén con besos calientes y croissants envueltos en el Le Monde.

Olía su pelo, resonaba EL golpe sordo del abrazo con su padre y después, en la casa, cerca del canal Saint-Martin, el silencio, las gafas en la punta de la nariz, su máquina de escribir, los libros y la prensa apilada, desbordada, hasta en el suelo, el olor a pipa y el clic al abrir la caja. Leía los pedazos de su tierra, los acariciaba, aspiraba la tinta, murmuraba, se enfadaba, se reía, alzaba la vista y decía ‘gracias’. Su padre ya no estaba, y con el orden natural de la vida desordenado, ahora sería ella quien hiciera el viaje para traerlo por fin de vuelta.

Entró en la habitación preparada

para él, frente a la cama, una butaca, un escritorio con un cuaderno a estrenar, su primera estilográfica Parker, la radio de onda larga y la Olivetti. Colocó en la mesilla los tulipanes y a los pies de la cama su manta con perfume de naranja amarga y de bienvenida. La última lata de recortes. Ella conduce, el perfil de él, adelantado, la cabeza inquieta, de un lado a otro, bebiéndose las encinas y el horizonte. Luminoso. Despacito, llegan de reojo las primeras lágrimas. El temblor cada vez más audible, lo sacude hasta detener el coche. La gasolinera, los camiones, los buenos días, el café en vaso.

Su nieta le tiende El Periódico Extremadura donde ella, con el orgullo de su apellido, firma una columna que cruza fronteras. Cumplen, ambos, 95 años. Pasa las páginas recorriendo la hemeroteca, reconociéndose. Reencontrándose. Pili tararea feliz a Nina Simone «I’m going back home where I was born». Mientras Lissete y yo, desde la barra, movemos los pies a su ritmo y al de la noticia que se despliega ante nuestros ojos como un nuevo recorte que atesorar en otra caja: El viejo periodista ha vuelto a casa. k