La condena del aborto entendido como un derecho es un juicio moral sin duda respetable, sobre todo si se hace desde una creencia religiosa, que comporta una determinada manera de entender, vivir y valorar la vida. Nada que objetar a esta postura ni a la defensa de la misma, pues si está institucionalizado el proselitismo político por qué se va a condenar el religioso o moral.

Enfrente tenemos la perspectiva laica del derecho positivo de un estado, que ha de atender a todos, creyentes y no creyentes. Desde esta posición la mujer puede reclamar que es dueña de su propio cuerpo y que, por tanto, sólo a ella corresponde tomar la decisión de abortar cuando por razones personales desee hacerlo, y que si se le obliga a lo contrario se sentirá mermada en su dignidad personal. El límite, obviamente, estaría en el momento en que el producto de la concepción sea ya considerado un ser humano y en consecuencia ese aborto se convierta en un homicidio. Este es el punto más polémico de la nueva ley, y para superarlo no podemos esperar una respuesta definitiva de la ciencia, porque ésta siempre será provisional y estará condicionada por la definición previa del concepto. Ante esto, sólo nos queda el sentido común y nuestra sensibilidad, y ambos nos dicen que un feto que ya ha adquirido la forma característica de un ser humano nacido, por muy diminuto que sea, es un ser humano desarrollándose en su vida intrauterina. En ese momento del embarazo no nos parece moralmente aceptable un aborto voluntario, salvo supuestos muy excepcionales que la ley puede contemplar.