Dicen los cazadores que los niños deben ir a los lances cinegéticos para que adquieran afición. Sería como si permitiéramos que un menor trabajase en una forja para que amase el oficio. Conviene al caso exponerles que nada tengo en contra de la caza; es más, defiendo su práctica ordenada por muchas razones, que pasan del equilibrio ecológico a la economía. Pero la legislación cinegética titila en España en lo que a protección del menor se refiere. No existe normativa alguna que garantice la seguridad del niño que acude con adultos a practicar la caza: ni una edad mínima para ello, ni la exigencia de una ratio (al menos dos adultos en un puesto por cada menor), ni que los niños lleven distintivos reflectantes para que se les distinga, ni que usen orejeras para prevenir sorderas futuras. Nada. Sólo el gélido disparate de considerar que con 14 años se puede disparar un arma. Quien les escribe ha elevado esta queja a las más altas instancias, y ellas le han remitido a los legisladores específicos, esto es, a los directores generales cinegéticos, que no son objetivos, ni sensibles al asunto, por razones que surgen de pasiones personales, que obnubilan siempre el bien superior. Deberían las administraciones considerar la opinión de los expertos de las Direcciones Generales de Infancia de cada región y permitir que estos profesionales adecuasen la ley a la razón, de manera que el menor no estuviese desprotegido en espacios de alto riesgo para su integridad física. La última bala perdida en Extremadura ha asesinado a un joven de 25 años en Guadalupe. Sería momento para una reflexión eficaz, que pasase por una revisión serena del marco legal.