TQtuiero ignorar la razón por la que anteayer no hubo al menos la mitad de la algarabía que ocasionó el éxito de España como campeona del mundo de fútbol. No creo que sea consecuencia de la amargura o la incertidumbre, más o menos generalizada, que la crisis genera o del miedo que infunde el reciente análisis de algún político, como González, sobre el precipicio económico en el que nos hallamos, y la ceguera colectiva sobre ese precipicio al que nos dirigimos. Todos sabemos la razón injusta de la escasa repercusión. Por segundo campeonato consecutivo España es la reina de baloncesto de Europa. Hemos alcanzado las gestas de otros, gestas que viven en nuestro imaginario colectivo como hitos insuperables de países con los que era inútil competir, gestas que nos parecían imposibles de alcanzar, utópicas, las míticas de Yugoslavia o de la URSS o, más recientemente, la de Lituania. Fue emocionante ver como levantaban esa copa, fruto del trabajo en equipo, del esfuerzo cimentado en la humildad y del tesón de tantos años entregados a la pasión de la elegante canasta. Los nombres de Pau Gasol, de José Manuel Calderón o de Juan Carlos Navarro están ya, por derecho propio, escritos con letras de oro en la historia del deporte, junto a los de Valdis Valters, Sergey Belov o Vladimir Tkachenko, entre tantos otros. Deberíamos apoyar con gestos, también populares (una camiseta por ejemplo), a esta selección de grandullones que ha conseguido un éxito tan importante para la historia del deporte español, y que tiene los ojos en los Juegos Olímpicos de Londres de 2012, en ese oro que, sin duda, merece la mejor selección de Europa del último decenio, la de España.