Finalicé hace diez días la lectura de un clásico, las Memorias de un setentón de Mesonero Romanos, un ameno texto cuajado de coplillas populares, muchas anónimas, y la gran parte con vivaz contenido político. Ello y el reciente bucear por la prensa satírica del XIX (La guindilla, El fandango, El Dómine Lucas ), o por los legajos del mismo ochocientos, salpicados de confidencias sobre pasquines difamatorios contra los gobernantes, me han conducido al espejo de las noticias extremeñas de este octubre. Para la musa hispana una de las mejores herencias de Roma ha sido la sátira. Ya decía Juvenal, orgulloso, aquello de "satyra quidem tota nostra est", para distanciarse de Grecia por la originalidad del género, que es reflejo de un modo de entender la vida. ¿Qué sería nuestra literatura sin los versos de Hurtado o de Quevedo? Pero, a un lado las grandes obras clásicas, desde sus orígenes la creación española popular ha fecundado la mofa con felices aciertos y ninguno de nuestros reyes llevaron a la policía las coplillas jocosas que corrían tatareando sus defectos (¡cuántas de Isabel II!). Cualquier manifestación de la vida cotidiana no podría entenderse sin ella, sin la sátira: los motes, las comparsas de carnaval, las viñetas de los humoristas gráficos, los versos que nacen espontáneos del genio popular- Hoy, sin pliegos de cordel, sin billetes manuscritos o prensa satírica, somos hijos de twitter o de facebook, y en ellos, ripios y coplillas se difunden, como ayer. No hay atentado ético en la más actual: una chanza amoldable a son carnavalero. Por favor, señor Manzano, señores políticos, con la que está cayendo, no nos cercenen también el sentido del humor.