Acabo de leer un testimonio que me ha conmovido. Se trata del de una mujer española que ha vivido en Rusia casi veinte años como misionera católica. Se llama Isabel Muñoz, es de Ciudad Real y, a juzgar por la fotografía que acompaña al reportaje, rezuma alegría por los cuatro costados de su, todavía, espléndida juventud. Dice Isabel que, al llegar a aquellas tierras, se encontró con una sociedad profundamente religiosa, de corazón cálido y grandes ideales a pesar de los setenta años de ateísmo comunista. A la caída del régimen, la gente acudió en masa a las iglesias para bautizarse. Muchos, dice, sentían en su interior el deseo de creer.

Y cuenta que le impresionó mucho un ingeniero naval que le regaló un crucifijo que él mismo había tallado en madera, diciéndole: "Yo no creo; pero cuando reces delante de este Cristo, pídele por mí". También refiere el caso de un joven que le decía: "Yo no creo en Dios; pero si creyera sería el hombre más feliz del mundo porque sabría que hay alguien allá arriba a quien le importa mi vida y que se preocupa por mí". Isabel confiesa que una de las cosas que más le agradece a Rusia es el haberle hecho descubrir en profundidad el valor y la importancia de la fe. Y es que, digo yo, el sufrir por no tener fe es ya un buen comienzo de la fe. Decía San Agustín: "Nos hiciste, Señor, para tí y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en tí". Por lo que se ve, allá están de vuelta del ateísmo mientras nosotros aquí, sin querer escarmentar en cabeza ajena, estamos empeñados en borrar a Dios de nuestras vidas.