Releía ayer De senectute de Cicerón, y me detenía en la consideración de la vejez como un prestigio; una autoridad que no conceden las canas, pero sí la dignidad de una larga trayectoria. Y es cierto: sobre un camino andado ya no existen incertidumbres. Buscaba mi asentimiento en la remembranza de algunos ancianos, de quienes, en trato más o menos dilatado, he sorbido su serena vitalidad interior: el nonagenario Juan de Avalos o el centenario Francisco Ayala; veía al primero esculpir y dibujar con asombrosa y joven capacidad; revivía del segundo su intachable memoria y una no despreciable agilidad física; me venían los rostros de otros conocidos que, octogenarios, fundan emisoras de radio, suben a un tractor, o cuidan a los nietos con plena eficacia. Al punto me preguntaba qué barrera aleja los aplausos que propinamos a Maria Galiana (1935), el respeto que profesamos a Manuel Fernández Alvarez (1921) y los abucheos que asaeteaban a Alberto Oliart (1928), cuando recientemente una general opinión se lanzaba contra su elección bajo el irreflexivo y deshumanizado pretexto de la edad. No hay duda que tiene la envidia muchas máscaras y encuentra súbito lenguas para su distribución, que recogen, sin cavilar, lo que otros opinan. Más aconsejable resulta moverse en la libertad de juzgar la capacidad individual de cada ser humano, en este caso, sin etiquetas de edades. No discriminen por razón cronológica. Miren sin prejuicios una trayectoria concreta, una experiencia ancha y una felicísima salud intelectual y física. Acaso entonces dirán conmigo: ¡Enhorabuena, don Alberto!.