Cerraba ayer la última página de un libro de poesía, que recomiendo a todos ustedes. Cerraba no, porque este género tiene el privilegio del fácil retorno; podemos vagabundear sobre tres versos, o sobre un poema íntegro, que es en sí una unidad cerrada, un todo. No es sencillo desnudar de esta manera un dolor tanto, porque un libro así se escribe con el estómago, con el corazón y con el salitre de los ojos; sobrecoge y revuelve la elegía, un obituario de amores idos en carnes de familia, en alma de mujer que fue poeta, la hermana, y en alma de hombre sencillo que fue silencio, el padre. José Miguel Santiago Castelo, ese señor de Extremadura, elegante, fino, cordial, conversador, amigo del abrazo generoso y la sonrisa, de la vida y de sus sones tantos, se nos ha deshecho en ausencias, esas dolorosas ausencias que sobrevienen de intentar alargar tantas horas las manos para abrazar la nada. La orfandad no tiene edad propicia, no es medida por los años o el tiempo para ser en el dolor intensidad preñada. En distintas formas, ritmos y cadencias, esas que fue componiendo el duelo del cumplido poeta para azuzar las memorias de lo ido, nos llega la palabra pura, pero ardiente, para ser quemazón sobre los fríos de las losas y sobre la breve inscripción de los sepulcros. La hermana y el padre ya son alcázar y montaña; son atalaya perpetua que se nos regala, sin tiempo, en lo literario. No morirán nunca, José Miguel, aunque se te hayan ido con prisa, pues mientras existan unos ojos que reclamen estos versos ellos vivirán por tu amor, el del poeta que es hermano, que es hijo, y que es corazón abierto para sus lectores.