THt hace ya algunos años que, quienes estábamos un poco al tanto de como se desenvolvía el mundo económica y políticamente, teníamos seguro tres cosas: que China se iba a convertir rápidamente en la primera potencia económica mundial; que viviríamos un despertar del fanatismo islámico y que si, tal como está ocurriendo, seguíamos avanzando en bienestar y otros no salían de su miseria, tendríamos una inmigración masiva procedente de los países subdesarrollados. Sobre esto último, había un consenso general en que la única forma de evitarlo era comprometerse con esos países para que pudieran recorrer, cuanto antes, el mismo camino de progreso, esto es, darles la caña y enseñarles a pescar.

La ejemplar entrega de muchas personas a causas humanitarias (desde la fe o sin ella, pero antes y en mayor medida desde la fe), ha ayudado a numerosas comunidades del tercer mundo a subsistir más dignamente. Sin embargo, lo que realmente puede transformar a esos países hasta convertirlos en estados de bienestar equiparables a los miembros del selecto club que dispone actualmente del noventa por ciento de las riquezas del planeta, es avanzar en el compromiso estable y decidido de estos últimos para que eso sea una auténtica realidad. Los objetivos del milenio acordados en la ONU parecen ir en esa dirección, aunque basta una pequeña dosis de realismo para ser escéptico. En cualquier caso, sería muy conveniente no emprender esas acciones desde la magnanimidad, sino desde el convencimiento de que es necesario reparar la injusticia cometida al edificar nuestro progreso sobre la pobreza de otros.