Una de las formas de vivir cristianamente la Cuaresma, junto a la oración y al ayuno, es la limosna: compartir con los hermanos que tienen menos que nosotros los bienes que Dios puso en nuestras manos. Porque, al fin y al cabo, es Dios el que, con la salud y la inteligencia que nos ha dado y las circunstancias en que nos colocó, hizo posible nuestro esfuerzo y trabajo para conseguir el sustento de cada día. Otros, los más pobres de la tierra, no han tenido las mismas oportunidades. A veces, descubridores y conquistadores de otrora o colonizadores y patronos de ahora, se aprovecharon o se aprovechan de su incultura para medrar y enriquecerse, no considerando la dignidad de esos seres humanos que, además, son hermanos nuestros. Compartir hoy con ellos amor, solidaridad y recursos económicos no es sólo "caridad"; es reparar injusticias para lograr su eficaz promoción y posibilitarles condiciones dignas de todo ser humano. Esto no quita que , en muchas ocasiones, haya que recurrir a la limosna para la atención primaria de las necesidades inaplazables. A la Madre Teresa de Calcuta le reprochaban no pocos el que se dedicase a una caridad "limosnera", descuidando un tanto la promoción humana de "sus pobres". Críticas que ella rechazaba diciendo: "Yo los atiendo para que no se mueran. Cuando estén repuestos ya os los entregaré para que los promocionéis vosotros". A veces nos escudamos, para no dar limosna, en decir que quién sabe a dónde van a parar los dineros que damos a los pobres. Yo, con una pobre viuda gitana, que daba cada mes parte de su pequeña pensión, os digo: "Lo único que no llega a los pobres es lo que no se da".