Gorra de visera y canana al cinto, imagino su cielo preñado de perdices rojas, en ese reencuentro anhelado con el equilibrio que fue en su vida Angeles, su mujer. Castellano de pies a cabeza y por ello acaso tan austero y sencillo, vivió para hacer de la Literatura Naturaleza y sobre todo Humanidad. Nadie ha quedado impasible ante su magnífica prosa y algo sin duda ha mutado en lo interno de sus lectores tras ser en sus personajes, en la bondad de Pacífico Pérez, en la rebeldía del Nini, en el corazón de Lorenzo, el buen cazador, en el soliloquio de Carmen ante el cadáver de Mario, en el dolor de Daniel, El Mochelo, y en la rica personalidad de Cipriano Salcedo, el protagonista de la mejor novela de fin del siglo XX, El Hereje (1998), su última novela. Hace años tuve el honor de girarle una invitación, en nombre de mis compañeros de la Unión de Bibliófilos, para que nos acompañase en el homenaje anual que cada año brindamos a un escritor de renombre. Casi a vuelta de correo, su respuesta venía cargada de esa educación y delicadezas hoy perdidas, de ese exquisito respeto de quien utiliza pluma y mano para verterse en las líneas. Sobre una pulcra caligrafía me hablaba de su enfermedad, de su retiro del mundo con ¡tanta ternura! con ¡tanta sinceridad! Me pedía perdón. ¡El! Habituados a vivir entre vanidades, entre quienes piensan que un cargo les hace estar muy por encima del prójimo como para utilizar su tiempo en contestar al otro, ese gesto de Don Miguel, que se repitió una segunda ocasión, agigantó la admiración en lo personal que sentía por el escritor. Goce, señor de libertad, en la libertad eterna.