TTtras un mes ausente, debería iniciar por acercarles alguna opinión selecta sobre los rebosantes despropósitos políticos (los despropósitos mayores suelen ser políticos) que agitan mi memoria y mi razón casi a diario. ¡Nos han acompañado incluso en agosto! el mes en el que (se supone) la administración de España duerme con opiáceos. Prefiero, sin embargo, retomar esta columna con la mirada vuelta hacia otra fauna, menos salvaje que la que ataca a este rebaño que formamos los silentes ciudadanos. Y así saludo a esos animales que, en Almendralejo, nos miran, tras su paso por la alta taxidermia, con el medio brillo de sus ojos mutilados. No soy aficionada a la caza, quizás porque el último miembro de mi familia a ella apasionado murió hace un siglo. Y ahí me quedé yo, en el poso decimonónico y romántico que la literatura y los diarios cinegéticos me han acercado. Ello no es impedimento para felicitar a quien hizo de su pasión por la caza parte fundamental de su vida y quien, con el apoyo incondicional de su mujer, sin ayudas oficiales, nos ha entregado, en forma de museo, la fabulosa colección de animales abatidos por él en el ancho mundo: Domingo Cadenas. Los animales hoy no desaparecen del orbe por la caza regulada. Influyen otros factores harto conocidos. Gracias a un lord inglés, que donó su colección al Museo de Ciencias Naturales londinense, conocemos hoy el aspecto exacto de Dodo, ave extinguida hace más de tres siglos en Isla Mauricio. Gracias a Cadenas quienes jamás, como yo, nos desplazaremos a espacios tan salvajes, podemos imaginar sin peligros el aspecto de tantos animales que no veremos libre.