Algunas cosas está poniendo en evidencia la reciente Ley contra el tabaquismo. Porque una ley que ha sido aprobada unánimemente por quienes en un sistema democrático representan la voluntad popular, podrá ser para algunos imperfecta e inoportuna y para otros hipócrita y oportunista, pero nunca puede ser tachada -tal como venimos oyendo estos días, incluso en boca de quienes han participado en su aprobación- de antidemocrática y dictatorial. Más bien, se podría decir que quienes así la califican y tan visceralmente se oponen a su cumplimiento alentando la desobediencia civil, están desempolvando aquella profunda naturaleza un tanto ácrata que en cierta medida nos caracterizó en otra época y que, como todos sabemos, dio lugar a muchos trágicos y lamentables episodios de nuestro pasado. Con un poco de menos visceralidad, podríamos darnos cuenta de que una cosa es manifestar con toda claridad y contundencia -e incluso, si se quiere, con acritud- el desacuerdo con el proceder de los gobernantes, y otra, atacar demagógicamente al Gobierno acusándole de traicionar la esencia del sistema con su forma de actuar, precisamente cuando éste ha sido más respaldado que nunca por el Parlamento en una decisión legislativa.

El malhumor de muchos fumadores (no sus malos humos) puede tener explicaciones psicológicas, y las ocurrencias de histriónicos personajes mediáticos, comerciales; pero el oportunismo cínico de quienes no pierden oportunidad para atacar al Gobierno, haga lo que haga y como lo haga, no parece tener otras que las del "opongámonos que algo queda". Y como diría Ortega: "¡no es eso, no es eso!".