Lo vivido estos días ha debido descolocar por igual a quienes quieren tanto a la bandera que la consideran exclusivamente suya y de uso privado como a los que la odian tanto que les salen sarpullidos al verla colgada junto a otras más queridas en los balcones institucionales de la periferia nacional. Para ambos bandos, esa bandera rojigualda, supuesto símbolo de unidad, era en realidad un instrumento de desunión. Pero he aquí que a pesar de unos y con la disimulada incomodidad de los otros (no les gusta el sobrenombre de "La Roja" para la Selección), nuestra bandera, la que representa al Estado, ha perdido en sólo unos días todas las connotaciones negativas que arrastraba desde nuestra última contienda fratricida. Y esto ha sido posible únicamente gracias a nuestra exitosa participación en una competición deportiva internacional. Los estudiosos tendrán explicaciones para el hecho y podrían alertarnos de que estos fenómenos sociológicos no suelen tener más trascendencia que la que ellos le suponen, pero estamos tan necesitados de ilusiones colectivas que preferimos ignorarlos y creer en la perdurabilidad de este masivo resurgir de un sentimiento de unidad nacional que sobrepasa los nacionalismos particulares. Porque ahora ni va contra nadie ni el despliegue masivo de nuestra bandera se hace para despertar el ardor combativo ante supuestos enemigos. Este inusitado despliegue del símbolo nacional es sencillamente un gesto espontáneo que responde a la expresión de un sano orgullo de identidad colectiva, pero sólo por oposición a la de los otros competidores en la contienda futbolística. Nada más, y nada menos.