TAtunque formamos parte del mundo de la música, no nos cuesta trabajo entender a quienes se preguntan qué bienes tangibles e inmediatos puede generar para los extremeños una orquesta sinfónica y, en consecuencia, qué necesidad hay de que tengamos una de titularidad pública: posiblemente, por naturaleza o formación, no puedan hacerse otra pregunta distinta. También tenemos muy claro que si en nuestra comunidad autónoma, secularmente atrasada en el disfrute y la práctica de actividades puramente culturales, cualquier iniciativa en ese terreno a realizar con fondos públicos tuviera que someterse al beneplácito mayoritario de la ciudadanía, seguiríamos durante muchas generaciones más sin ampliar nuestra oferta cultural más allá del fútbol y los toros, claro está, dedicando también a esas actividades bastante dinero público. Se puede argumentar que el pueblo ya es mayorcito para saber lo que quiere, sin que necesite para ello la guía paternalista de los poderes públicos, pero no es difícil adivinar qué carencias culturales seguiríamos teniendo si el gobierno autonómico hubiera dejado ese terreno exclusivamente a expensas de la iniciativa privada. Viene todo esto a cuento de la actual polémica sobre la Orquesta Sinfónica de Extremadura (Oex). Institución cultural sobre la que, como sobre otras similares, en tiempos de grave crisis económica se puede plantear un debate que conduzca al establecimiento de unos estrictos criterios de austeridad en su gestión. Pero sobre las que no debemos hacernos la pregunta equivocada, porque sería muy triste que, en esto, también fuéramos los últimos en llegar y los primeros en irnos.