Cuando en nuestra juventud veíamos algunas películas americanas en las que se recreaban las condiciones de vida del gueto hispano en Nueva York, la simpatía estaba siempre con los que considerábamos culturalmente hermanos. Era clara nuestra identificación con su forma de ser y sentir, especialmente cuando las escenas cinematográficas nos mostraban el ambiente familiar en aquellas humildes viviendas ya abandonadas por la población autóctona. Los malos de la película, aunque envidiáramos su progreso, eran los americanos de siempre, los que vivían fuera de aquellos barrios marginales en el otro Nueva York de los rascacielos y los tubos de neón. No podíamos comprender porqué miraban con aquel desdén racista a "nuestra gente", entre la cual suponían la existencia de malhechores y delincuentes. Tampoco sospechábamos entonces que esto podría parecerse algo a lo que por aquellos años estaban viviendo nuestros propios emigrantes en algunos países de centroeuropa. El cine nacional, mejor dicho, el del Régimen, sólo reflejaba aquella triste realidad de nuestra emigración obrera de forma edulcorada.

Es conveniente, aquí y ahora, acordarse de todo lo anterior. Es un necesario ejercicio de "memoria histórica" que ayudará a despertar en nosotros cierta dosis de empatía con la población inmigrante asentada en nuestra ciudad, sin la que no podremos resolver acertadamente los problemas de convivencia que la misma plantea. Ello no tiene porque conducirnos forzosamente a un inoperante relativismo sentimentaloide frente a lo inaceptable, sino, más bien, a estar en guardia contra la demagogia.