Mientras la mayoría de los periódicos españoles del día 18 de septiembre daba la impresión de que Gran Bretaña entera se había conjurado para expulsar del país a Benedicto XVI, la prensa de Londres ofrecía una versión diametralmente opuesta. Cierto, que hubo alguna manifestación en contra de su persona y, sobre todo, en contra de su doctrina, pero ello no fue obstáculo para que los británicos pudieran leer titulares como éstos: "El primer ministro, David Cameron, agradece al Papa su visita y afirma que ´habló´ a un país de 6 millones de católicos pero ´fue escuchado´ por 60 millones de ciudadanos". "El Arzobispo anglicano de Canterbury exalta las buenas relaciones interreligiosas y dice que la visita papal ha sido una ocasión eminentemente feliz". Uno de los momentos estelares fue el discurso que el Papa pronunció en la misma sala del Parlamento en que fue condenado a muerte, hace cinco siglos, el Gran Canciller Tomás Moro, por negarse a aprobar el cisma anglicano. Ante el primer ministro y sus cuatro antecesores en el cargo -Thatcher, Major, Blair y Brown- abordó el papel de la religión en la vida pública diciendo: "La Religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital en el diálogo nacional (...) Hay signos preocupantes de no reconocer no sólo los derechos de los creyentes a su libertad de conciencia y de religión, sino también la legitimidad del papel de la religión". El silencio respetuoso, con que fue escuchado Benedicto XVI y el prolongado aplauso con que fue despedido, son signos evidentes de que su visita no cayó en saco roto aunque a algunos, en España, no les guste.