Cuando en España comenzábamos a construir nuestro "estado del bienestar", Thatcher y Reagan se proponían desmantelar el de sus respectivos países en favor de un liberalismo económico a ultranza que incluía la desregulación del sistema financiero, la reducción del gasto social, el recorte fiscal favorable a las altas fortunas, la flexibilización del mercado laboral y el ataque a los sindicatos. Esas políticas condujeron en pocos años a un aumento de las desigualdades sociales, principalmente en Estados Unidos donde ya se tuvo que realizar con dinero público un multimillonario rescate a ciertas instituciones financieras. Poco hizo el demócrata Clinton por desandar el camino ultra-liberal, facilitándole así a Bush, el último republicano, la continuidad en la tarea de minimizar el Estado protector y su intervencionismo económico. Nosotros, que entonces pintábamos poco en el mundo, política y económicamente, y estábamos ilusionados con la progresiva implantación de las políticas socialdemócratas que el recién estrenado gobierno socialista nos prometía, sólo fuimos testigos lejanos de aquel giro derechista de las principales potencias mundiales. Pero, actualmente, con el nivel alcanzado por nuestra economía y su inevitable dependencia de la globalización económica, no hemos podido sustraernos a las últimas consecuencias de aquellas políticas, agravadas por la torpeza de nuestros gobernantes. La paradoja está en que, ahora, la solución a los problemas actuales pasa por aplicar medidas similares a las que están en el origen remoto de los mismos. Algo que se parece mucho a confundir las causas con los efectos.