Por dignidad nacional, y si estuviéramos dispuestos a asumir las consecuencias, deberíamos enfrentarnos resueltamente a la tiranía del nuevo becerro de oro que es el mercado financiero mundial, no permitiendo que ningún gobierno elegido por voluntad mayoritaria de un pueblo sea derribado por la negativa incidencia de su apátrida codicia. Algunos dirán que los mercados no derriban gobiernos, pero es más que evidente que con su actividad crediticia puramente especulativa pueden ponérselo tan difícil a un gobierno económicamente necesitado que los ciudadanos nos veamos forzados a cambiarlo, lo cual aunque se materialice a través de las urnas no deja de ser una sutil forma de suplantar la soberanía nacional. Y más grave aún es que, como ha ocurrido en Grecia y en Italia, un presidente de gobierno elegido mayoritariamente por el pueblo haya tenido que abandonar el cargo, no por voluntad de la ciudadanía constatada a través de un procesos electoral, sino directa e irremediablemente por la presión que esos mercados han ejercido a través de la unilateral calificación de la solvencia económica de su país (es difícil creer en la imparcialidad de unas agencias calificadoras que trabajan para los prestamistas). Y así es cómo los inidentificables mercaderes internacionales del dinero, con ayuda de la telemática, están imponiéndonos a todos su mercadocracia. Por eso, sin ocultar nuestra antipatía por el histriónico Berlusconi, hoy nos sentimos tristes porque la democracia en Europa ha dado otro paso atrás, y porque esta Unión Europea que comenzó siendo sólo un mercado común no parece que en el fondo siga siendo otra cosa.