Mucho he pensado estos días en el sabio Benito Arias Montano, extremeño de Fregenal y gloria universal del siglo XVI. Para él, que era bilingüe en al menos trece lenguas, ninguna ignorancia se le antojaba mayor que la incultura de no ser políglota y sobre todo, y en consecuencia, el tener que servirse de intérpretes para comunicarse con otros. Todo un acto de fe, sin duda, esta dependencia lingüística. Quien contrata el servicio del guía idiomático ignora si lo que éste le trasmite se corresponde con el discurso de su interlocutor. Una lengua universal en la que todos se entendieran (entonces el latín), ahora el horror vacui (a medias el inglés se ha impuesto) era el sueño de tantos humanistas de aquellos siglos dorados. Y hoy, en la edad del hierro, en tiempos en los que la clase política sufre la peor de las caídas, hoy que se cuestionan la validez de tantos órganos de representación, de las Diputaciones a las Asambleas o El Senado, éste se permite el lujo de usar de intérpretes para el ridículo de España: una torre de Babel, en vanidad de caverna. Y eso ocurre cuando la lengua oficial es la española, que hablan millones de personas en todo el mundo, y que estuvo a punto de ser también oficial en Brasil. ¡Qué vergüenza! Tanta necedad, a más de 12.000 euros de coste la sesión, es insultante. Un par de jornadas de traducción podrían ser el sueldo anual de uno de los más de cuatro millones de parados. Ya saben, españoles, busquen profesor de alemán, porque en el Senado no tienen ánimo de abandonar tanto pinganillo. A ciertos niños, consentidos y caprichosos, les encanta el juguete. Al fin, para ellos todo es chocolate del loro.