Antaño en las escuelas se enseñaban principios de urbanidad; el Manual decimonónico de Carreño está alcanzando hoy un interés desmedido a pesar de su cierto tinte obsoleto. Algo pasa, sin duda, en esta sociedad que tal vez haya perdido en educación lo que ha ganado en conocimientos. Soy de quienes piensa que ningún bagaje bien tutelado es pernicioso para el hombre, y, por ello, si se supieran encauzar los contenidos de la polémica Educación para la ciudadanía ; si su admisión no supusiera la exclusión de otras materias, si profesores apasionados supieran trasmitir y hacer amar, como nuestro propio, la bonanza de una ordenada vida en común, le daría la bienvenida con los brazos abiertos. Digo esto ante la profunda desazón de tanto vandalismo, originado por esa carencia de principios de urbanidad, y, sobre todo, por la ignorancia y el escaso sentido de la propiedad colectiva. Sí, es patrimonio de todos un puente romano zaherido de tintes químicos insultantes, como lo son las calles de un pueblo, este mío, agredido de pintadas inútiles; es patrimonio común el viejo Madrid, que a penas restaurado en su centro, fue violado con toda suerte de atentados de burdo spray. Adolescentes y niños que destrozan barrios y colegios, farolas y jardines, deberían al menos pedir perdón, de la mano de sus padres, ante quienes son responsables del mantenimiento o embellecimiento de lo que ellos liquidan. Pero gran parte de las veces, esos padres agachan la cabeza o minimizan los hechos, y esperan que jueces y servicios sociales reparen con su trabajo el descaro y la falta de urbanidad que nos atrapa.