TAtún recuerdo el impacto que en mi infancia supusieron las lecturas de aquellas historias, las que hablaban del decreto de un faraón para degollar a todos los varones hebreos recién nacidos, o las de la cólera divina hiriendo de muerte a niños egipcios en luctuosa noche, o las de Herodes y su sacrificio sanguinario de los inocentes. Fueron matanzas ejecutadas en unas horas; un genocidio brutal en un solo golpe. Ahora la sevicia se extiende. Hay una crueldad vaciada a cuentagotas que poco dista de aquellas terribles historias bíblicas. Sólo la hipocresía o el acomodo, nos impiden verlas en inacción, o revolvernos en la entrega de la cara caníbal del hombre, de esa maldad que no encuentra consuelo en justificación alguna. Ahí están esos inocentes chinos asesinados delante de sus madres, si no han cumplido una animal política de natalidad, ¡niños ya alumbrados!, niños incluso que se abrieron a la risa; ahí están los abortos obligados en locales insalubres. Miren esos otros ojos, los de las niñas esclavas entregadas a matrimonios con ancianos, o los de esas pequeñas forzadas a la prostitución; miren los pies rotos de los críos al pisar las minas de las guerras donde empuñaron un fusil, o los párpados de tantas vidas mínimas sorbidas por las moscas de la inanición o del sida; lloren a las pequeñas de las ablaciones y de los trabajos forzados. Condenen la mano del adulto, en el primer mundo, ese que no sabe controlar la ira y hace del menor un objeto. Esos son nuestros Santos Inocentes. Torno a la luz con dos rayos de esperanza: Sofía, recogida de las aguas del olvido, y Marta, la vida ansiada, rebeldía ante la muerte ¡Bienvenidas seáis!