Cuenta una leyenda noruega que el ermitaño Haakon rezaba ante un gran Crucifijo muy venerado y visitado por los fieles. Un día Haakon le pidió: "Señor, quiero sufrir en tu lugar. Déjame ocupar tu sitio en la cruz". Jesús accedió a sus deseos pero bajo una condición: "Suceda lo que suceda y veas lo que veas, prométeme que no dirás ni una palabra". El ermitaño aceptó y subió a la cruz. Nadie se dio cuenta del cambio. Un día llegó un rico y, después de rezar, dejó olvidada su cartera. Después fue un pobre el que llegó a rezar y, al salir, se llevó la cartera. Luego se postró ante él un joven pidiéndole protección antes de emprender un peligroso viaje. El ermitaño crucificado guardó silencio ante sus tres visitantes. En ese momento volvió el rico y, al no encontrar su cartera, dijo al joven arrodillado: "Dame lo que me has robado". Al negar el joven haber robado nada, el rico arremetió furioso contra él. Entonces Haakon desde la cruz gritó: "Detente".

El rico oyó las increpaciones por la falsa acusación y salió anonadado del templo mientras el joven lo hacía, agradecido. Ya a solas, Jesús le dijo a Haakon: "No sirves para ocupar mi puesto en la cruz. No has sabido callar". "Pero, Señor, ¿cómo iba a permitir una injusticia?". Jesús subió a la cruz y siguió diciéndole: "Al rico le convenía perder la cartera pues en ella llevaba dinero injusto; el pobre lo precisaba porque estaba en situación extrema de necesidad y el joven, de haber sido herido por el rico, no habría emprendido el viaje en que acaba de morir. Tú no sabías nada de esto, yo sí. Por eso callo". Con su silencio, Jesús nos invita: "Confíad en mí; sé muy bien lo que hago".