Vengas las líneas como desagravio. Será mi amor por los símbolos lo que impulsa la breve tribuna de hoy. Mi amigo Florián Recio, en su aguda y excelente prosa, se manifestaba reacio a convivir con ellos. Yo, sin embargo, los felicito, felicito su larga existencia, que arranca desde que el hombre es hombre, allá en las cavernas. Ha sido y es un hermoso lenguaje. Por él muchos analfabetos podían (y pueden) transitar sin miedos las grandes ciudades, no perderse en un autobús o en el metro, y localizar una farmacia o un hospital, por ejemplo. Ha sido y es el lenguaje del desvalido, del inmigrante, del pobre. Los clásicos decían ut pictura poesis y ¡qué buen acierto fue para nuestras letras el mensaje heredado! La literatura emblemática, los pliegos de cordel, llenaron los ojos de los que no podían leer letras, y los mensajes se hicieron también en piedra sobre las fachadas, otrora. Muchas gentes sin tibieza portan símbolos sobre sus solapas, abrigos, boinas, cuellos o cabezas y ¿eso es malo? De entrada me parece valiente y luminoso; es signo de un tiempo de libertad y tolerancia, en el que se puede vivir sin miedo. Y sobre todo ya no pertenecen a una clase sola o a un solo privilegio. Yo llevo una cruz, como llevo el mapa de Africa colgado del cuello o un lazo blanco en señal de protesta. Ello no me hace mejor, ni más solidaria, ni más religiosa, como al republicano o al monárquico, al socialista o al popular lo hacen más ideólogo, más de raza que al resto llevar un pin hendido en su chaqueta. Señales de tráfico, señales de índole toda, logotipos, signos, símbolos ¡benditos sean! Un país que los cercena, es un país sin libertad.