Llegó una nota de la Policía Nacional al día siguiente de la detención de un joven de 18 años por haber cometido un posible hurto. Había robado un teléfono móvil y el botín le había durado entre sus manos menos que una patata hirviendo. Los agentes lo localizaron minutos después. La noticia podría ser la rápida intervención policial, que lo fue. Ocurrió pasadas las once de la noche y con la descripción que dio la víctima, los policías no tardaron en localizar al presunto autor y encontrar entre sus pertenencias el teléfono, que no había tenido tiempo material de colocar. Su gozo en un pozo, porque la perla era valiosa y él lo sabía. El ladrón es casi un niño. Pero es que la dueña del móvil es una niña, tal cual. En el momento del robo tenía 16 años. Es por tanto menor y debe estar bajo la tutela de algún adulto. Se supone que de sus padres.

Pues bien, lo que más llamó la atención de la nota facilitada por la Policía Nacional era el precio del objeto de deseo. El teléfono móvil robado estaba valorado en nada más y nada menos que en 1.100 euros. Ella misma contó que estaba sentada en un banco en Santa María de la Cabeza y tenía el teléfono apoyado en las piernas cuando alguien se acercó por detrás y se lo apropió. La policía no es tonta, pero desde luego el ladrón tampoco. A la legua había visto el valor del aparatito en manos tan indefensas. Yo no podría distinguirlo ni con mis gafas de presbicia; pero las últimas generaciones están al día con los modelos más avanzados y saben diferenciarlos a distancia. Según la Policía Nacional, la titular del teléfono robado era la menor de 16 años. Una niña, porque lo es, con un teléfono que cuesta 1.100 euros. Un cero más que el último que yo me he comprado, que para mí supera ampliamente las prestaciones que las horas del día me permiten aprovechar.

No me atrevo a decir de este agua no beberé, pues seguramente habrán sido demasiadas las ocasiones en las que he cedido a los caprichos de la gente que quiero tolerando lo irracional de sus deseos. Pero es muy difícil de entender que un niño disponga de un teléfono de ese valor, por mucho que su familia se lo pueda permitir o sus notas o buen comportamiento lo hagan merecedor del mejor de los regalos. No voy a citar el riesgo que representa tener entre las manos algo tan tentador para los amigos de lo ajeno, pues sería justificar el comportamiento irrefrenable del ladrón. Aunque también habría que planteárselo. Ya es difícil calibrar qué edad es la apropiada para que un hijo disponga de teléfono móvil, por la difícil disyuntiva de preservarlo de los envites de las redes sociales y las ventajas de tenerlo localizado y que te pueda localizar. Pero con total seguridad, las prestaciones de este teléfono superan ampliamente las necesidades de un menor, al que seguramente solo le interesa ese caro modelo para poder presumir ante sus amigos.

Hace unos días una articulista de este diario hablaba de obscenidades y esta es una de ellas. Con mi teléfono, que ya es un lujo, un joven de 16 años se apañaría perfectamente. Hemos provocado y consentido una necesidad que no es tal y será difícil dar pasos atrás. Piden por su boca y hay quien acata sus órdenes, por no seguir escuchándolos, porque nos tienen la cabeza loca o porque creemos que es lo que más les gusta en el mundo y así los haremos felices. Claro que son felices. Hoy. Hasta que se los roben. Hasta que se rompan o se pierdan. O peor aún, hasta que salga al mercado el nuevo modelo que supera al anterior. Ocurrirá mucho antes de haber abonado el primer plazo. La tecnología es así. Avanza a pasos agigantados. La pena es que el ritmo de la vida y de su aprendizaje es el que es y ni la cuenta corriente ni el derroche aportan madurez ni enseñan las dificultades del inmenso mundo que se abre a través de una diminuta pantalla.